Página personal de Agustín Celis

El grito, de Munch

Raquel Bollullo Corregidor


Pronto hará veinte años que escribí el relato titulado Raquel Bollullo Corregidor, que es, de entre todos los que escribí en aquellos años, el único que me sigue gustando bastante. Me llevó hacerlo un par de días en los que no hice otra cosa que escribir. Fue en el mes de septiembre de 1997.

Durante el verano anterior, yo había tenido uno de esos trabajos disparatados y absurdos que solían tenerme ocupado un tiempo, y que me dejaban una calderilla con la que sobrevivía con dificultad después de haberme ido de casa. El de aquel verano consistía en ir ofreciendo de puerta en puerta unos crucigramas que se vendían como pan caliente y de cuyas ganancias yo me llevaba el 10%, lo mismo que se percibe, más o menos, por los derechos de autor en la venta de libros, solo que mejor, pues ahí se veía la pasta a diario y luego te ibas a gastarlo con la satisfacción que proporciona siempre el trabajo bien realizado.

El tipo que me había contratado sin contrato era uno de los individuos más estrambóticos que he conocido en mi vida. Era igualito que Torrente, el personaje creado por Santiago Segura: seboso, guarro, ordinario y fanfarrón. Todas las mañanas, a mí y a otros tres chavales, nos recogía en su coche y nos llevaba a una zona de la ciudad que batíamos durante toda la jornada, de sol a sol, con solo un pequeño descanso en el que aprovechábamos para tomarnos un bocata y bebernos una lata de cerveza bien fría. El maletero del coche lo llevaba hasta las topes de crucigramas, y nos tenía pateando las calles hasta que no quedaba ninguno de ellos.

Íbamos de bloque en bloque, de planta en planta, de puerta en puerta, y yo, que colecciono nombres y apellidos para personajes futuros, siempre me fijaba en esas plaquitas de latón que hay en las puertas con los nombres de los propietarios. Y cada vez que veía uno que llamara mi atención, lo apuntaba en una libretita de notas que siempre llevaba encima.

El caso es que un día, en una quinta planta, me topé con aquel nombre que llamó poderosamente mi atención. No sabría decir por qué. Me atrajo, simplemente. No le doy más vueltas. La casa tenía pinta de estar abandonada. La puerta era mucho más antigua que la de los otros tres vecinos de planta y en los alrededores del dintel quedaban aún los restos renegridos de un viejo incendio. Así que supuse que allí hacía mucho tiempo que no vivía nadie. De hecho, cuando llamé, nadie me abrió la puerta.

Quien sí abrió fue el vecino. Un tipo de lo más extraño. Treintañero, pálido, temeroso y muy, muy apocado. Tartamudeaba por nerviosismo y no parecía andar muy ducho en las relaciones sociales. Observé desde la puerta que vivía con su mamá, que veía la tele desde su sillita de ruedas en el salón, con la cabeza caída y un resto de babilla colgándole del labio inferior. Me compró cinco paquetes de crucigramas y cerró la puerta con premura, como si le avergonzara que yo pudiese ver el estado en el que se encontraba su madre.

Dos semanas después, repasando los nombres que tenía apuntados en la libreta, me topé con el de Raquel Bollullo Corregidor y me acordé de él. Y ya no pude sacármelo de la cabeza hasta inventarle una historia.

Años después, cuando sometí el cuento a concurso, resultó que hizo doblete: mención especial del jurado en el I Premio Literario ARTÍfice del Ayto. de Loja y Primer Premio en el XX Concurso de Cuentos del Ayto. de Carreño, ambos del año 2000. Está publicado en la antología Proemio Uno, que el ayuntamiento de Loja sacó poco después con los relatos ganadores.


RAQUEL BOLLULLO CORREGIDOR

Sentado en mi sillón favorito leí la noticia de su muerte. Ocurrió a los tres días de que yo la contemplara muerta cerca de la estatua de Moret, que tanto me gusta, en frente de la estación, con el horror dibujado en la cara y el frío de la noche inundándole los pulmones, allá en el muelle rodeada de silencio y pececillos. Lo comenté con mamá, o con la sombra de mamá, que miraba nuestro televisor desde su sofá de skay. Pero mamá, con ese silencio que suponemos en los sordos y en los mudos nada decía desde su parálisis. Mamá contemplaba las figuras vidriosas del televisor con la postración inerte de una imagen esculpida en mármol. Yo, en silencio, leía los pormenores de la noticia con la avidez del criminal que sabe que su delito ha sido al fin descubierto. Y fue entonces cuando supe su nombre, ese nombre que tanto tiempo había tratado de imaginar, ese nombre que aparecía en mis sueños culpándome por mi torpeza. Supe su nombre y aún así no he descansado, porque un nombre no basta para borrar la huella de mi miedo.

El transcurrir de los días y los miedos han hecho de mí una figura maternal y nostálgica. Con el paso del tiempo se ha agotado definitivamente lo que yo pudiera tener de hombre de acción; sólo queda la memoria de los días en que yo fui, entre mis sueños, un héroe, o que creí serlo, agazapado por la niñez, protegido siempre por mamá, que nunca me dejó pasar frío. Con el paso de los años he venido a ser un soñador, un triste, y me he vuelto loco cuando he descubierto que mi destino es pasar miedo y no hacer nunca nada. Cuido en casa de que nuestro pájaro no se muera un día de hambre y le echo agua a los geranios de la terraza. Cuido de mamá con la ayuda de Cristina, nuestra criada, y este cuidado da sentido de alguna manera a mi existencia de soñador total e impenitente. No recuerdo haber hecho nunca nada que merezca la pena ser recordado, salvo en la infancia, que es en mí, más que en cualquier otro, un paraíso clausurado, una claudicación impuesta. Los años de mi vida que restan no son sino la constatación inútil de lo que no he sido. Soy una decadencia sin pasado ni futuro, que es en mí, también más que en cualquiera, la posibilidad de todo lo que no haré. A veces supero mi propio horror y bajo a la calle a contemplar lo que no tengo, y entonces todo es una novedad, un acontecimiento, y por un instante creo ser feliz. Pero pronto vuelvo a casa, a vivir mi presente de imágenes impuestas e inventadas y dejar que todo pase, deseando a veces, como ahora, que nada hubiera pasado.

Un día miré por la ventana y reparé en una figura. Llevaba el pelo corto y unos zapatos sin tacón. Mi ventana da a una calle sin vistas: otro bloque de pisos impide contemplar lo que hay más allá de esa calle que forman los dos bloques paralelos. Pasó por la calle con su andar precipitado y mi vista la siguió hasta la esquina, hasta que se perdió como en una muchedumbre, aunque no hubiera nadie. Al día siguiente la esperé a la misma hora, desde mi ventana, que es el lugar desde donde contemplo el mundo. Me basta esa calle para conocer mis límites. Reparé entonces en su vestido, muy ceñido al cuerpo, de un color que no sabría precisar, entre verde y gris, un verde grisáceo o un gris verdoso, y otra vez se perdió en la muchedumbre inexistente de la vuelta de la esquina. Cada día me asomaba a la ventana para verla pasar y me fijaba en su cuerpo torneado por unas manos artesanas, y cronometraba el tiempo que transcurría desde la entrada a la salida, un tiempo récord, un tiempo mínimo. Todos los días acudía a la ventana con la ilusión de una cita, y el paso de ella por la calle me recompensaba de mi encierro voluntario. Comencé a fijarme en cada uno de sus gestos, en su manera caprichosa de vestir, cada día una ropa distinta, cada día una persona insólita que pasaba por debajo de mi ventana para que yo la descubriera siempre nueva. Fue para mí una obsesión a primera vista. Pronto conocí todo su vestuario, que no era muy abundante. Pero me faltaba el detalle de su rostro, su cara, que me negaba con su paso furtivo y su mirada pesimista, siempre en los pies. Un día alzó la vista. Fue sólo un instante, pero me oculté por vergüenza, como quien cree estar cometiendo un acto censurable y se recrimina a sí mismo su comportamiento. No vi su cara, pero me dejó el aire vago de una belleza reprimida. Un día no pasó por la calle y la odié en silencio, como un amante despechado, como un celoso extremeño. Sin duda me debía una explicación. Y a partir de ese día decidí conocerla mejor, saber de su existencia, porque en mí palpitaba una pasión desconocida, un anhelo encubierto, algo así como el deseo nunca experimentado de la insatisfacción o los celos.

Decidí huir de la estrechez que me imponía la casa, aun a riesgo de correr un peligro, pues el desconocimiento que tengo del mundo me convierte en un ser inválido, desprotegido, vulnerable a las rozaduras de la vida, que siempre ha descargado sobre mí su ley con mano firme. Como no soy un hombre de acción la gente me cree un inútil y las vecinas me miran torvamente las pocas veces que salgo de casa. Aunque trato de ocultarme en el descansillo de la escalera y salir cuando el pasillo está libre siempre me pillan.

-Buenos días, Alfonso, ¿está hoy mamá mejorcita?

Y yo cabeceo de forma maquinal, presuroso, e intuyo la curiosidad de las vecinas, su extrañeza.

-¿Se ha puesto peor tu madre, Alfonso? ¿Vas a comprar medicinas?

Las vecinas me prohíben el paso, se colocan delante de mí y me impiden bajar las escaleras. Yo siento los latidos de mi corazón en el cráneo con un instinto homicida difícilmente reprimible.

-Como te hemos visto bajar hemos pensado que a lo mejor vas a la farmacia.

Seguro que estaban mirando por la mirilla a la espera de una víctima. Seguramente el chirrido de mi puerta las despertó de su letargo. La vecina y su hija, Manolita, forman un muro infranqueable con sus cuerpos rollizos, como suelen ser el de las vecinas perpetuamente instaladas en el reino de la zafiedad y el cotilleo, cuya única actividad es el ejercicio diario de sus labores de ganchillo y el mantenimiento de su casa.

-Mamá está bien, gracias. Pero usted, Juanita, parece que está teniendo otra vez problemas con el peso, ¿no?; se nota que su marido ha encontrado trabajo. ¿O son quizá los efectos de una menopausia ingrata?

Y entonces me siento como un Moisés ante el mar Rojo, y le da en la cara a la vecina un fuerte viento del este, de los que soplan toda la noche mientras dura la afrenta, mientras les quedan argumentos para ponerme verde.

-Y hay que ver lo hermosa que se está poniendo Manolita; cualquiera diría que necesita una liposucción. Se conoce que no le falta de nada.

Retrocede el mar ante mi paso y piso sobre suelo enjuto, teniendo las aguas como por muro a derecha e izquierda. Soy un hijo de Israel que sale a la calle a adorar al becerro de oro antes de que me prevengan las tablas de la ley.

La calle me golpea la frente con su realidad insólita. Hay cerca del portal de mi bloque un puesto de flores de papel o de tela, flores sin pálpito alguno, que la gente compra por un prurito esnobista que niega la extinción. Yo me imagino a esa gente regando las florecillas de plástico o de corcho, y acercando la naricilla a sus pétalos, previamente perfumados con la alquimia de los comerciantes. También Cristina tiene decorada nuestra casa con rosas de papel y margaritas deshojadas, pues Cristina sondea en el espejismo de una ilusión de pétalos. Alguna vez, entre accesos de furor difícilmente reprimibles, la he llamado a mi habitación y hemos compartido inocencias, sin caer nunca en la grosería de la penetración. Cristina y yo nos mantenemos en el escrutinio de los cuerpos, aunque casi siempre desnudos, puesto que mamá permanece inmóvil en su sillón, y formamos una alianza virgen, un concierto iniciático, un equilibrio obsceno sobre el edredón de la cama, mientras las margaritas dejan caer sus pétalos como sacrificio o como ensayo para una menstruación floral.

En la calle encuentro una realidad insólita y cruda, que parece burlarse de mi ignorancia del mundo. Veo pasar a la muchacha, apresurada como siempre, y la sigo por calles desiertas, por plazoletas adecentadas por la vanidad de los vecinos, y reparo en su seriedad adulta. Cada día la sigo por temperaturas afines a su cuerpo, siempre tan abrigado, tan oculto a mi vista enferma. Le imagino nombres, le invento vidas imposibles, me la hago fascinante y utópica. De vez en cuando cruza mi vista el escrutinio corporal de esa rebanada de carne, partida en dos, y trastornos febriles me arrebatan, me acechan, me califican.

Y otro día conocí su nombre, cuando no quedaba nada, sólo el rastro de ella que mi imaginación quiso dejar en mí. Cada día la seguía con la expectación insolente que me hacía tener el deseo de conocerla, de mirar sus intimidades. No de poseerla, porque yo no sé cómo se hace eso. Yo quería decirle que mi intención era sólo obtener la posibilidad de alcanzar lo que otros obtienen sólo con salir a la calle, una vista exterior de la realidad, y también de la realidad de ella. Yo permanezco encerrado entre cuatro paredes, sin más exploración que la que me permiten los límites de la ventana de mi habitación y el cuerpo de Cristina. Yo me extingo entre sueños, me desolo en frío y en tedio.

Un día reparó en mí y al día siguiente se alarmó ante mi vista. Algunos días la acompañaba una amiga y probaban itinerarios nuevos, con la meta en el mismo sitio, que debía de ser su trabajo. Los fines de semana eran un misterio, y ella una incógnita. Después de mucho buscar la hallé en un garito abyecto, lugar de golfos y maleantes, más propio de degenerados y de putas que de una señorita que había rasgado mi sensibilidad, que había irrumpido en mi vida acabando con mi sosiego inerme. Se besaba con un patán empalmado en un rincón que desconocía los desenlaces de la nueva luminotecnia. La vi hacer cabriolas con los ojos al ritmo que imponía una mano por debajo de la falda. No apartaba la vista del pantalón de su patán más que para bizquear de gusto, revirando los ojos como una golfa a punto de correrse. Como la entrepierna de su acompañante exigía una reparación urgentísima se marcharon por la puerta de atrás, buscando lugares más propicios para las fornicaciones mercenarias. Ahora lo comprendía todo: ella era una estudiante avasallada por la falta de beca, uniformada sólo gracias al estipendio que le ocasionaba la mercadería nocturna de su cuerpo. Se prostituiría para pagarse la carrera. Seguramente se anunciaría en la sección por palabras de los diarios locales, haciendo públicos sus méritos, como reclamo para una clientela deseosa de nuevas formas de placer. Seguramente en el Cambalache vendrían su nombre y su número de teléfono, o el de alguna amiga, tan golfa como ella, y seguramente se exhibirían juntas, como una pareja putísima, llena de flujos y posibilidades.

Yo me mortificaba inventando reclamos húmedos y entusiastas que glorificaran su esfericidad: «Señoritas, jóvenes, estudiantes, elegantes, discretas, todos los servicios, teléfono …»; «Me llamo Fulana y estoy cachonda, si quieres algo fuerte, llámame…»; «Fulanita y Menganita, putísimas ambas, feladoras a comisión, hotel o domicilio, teléfono…»; «Fulana, chica joven, pechos bonitos, sensual, diferente, individual y en grupo, por delante y por detrás, teléfono…»; «Fulana, MUY EXÓTICA, complaciente, SEXUAL, me dejo hacer de todo, teléfono…»

Alguna vez también yo lo había intentado en la sección de contactos. Me anuncié con pudor y con miedo, y nadie me escribió. No me atreví a dejar el número de teléfono: «Chico de 32 años, con buenas y sanas intenciones, busca chica llena de ternura e interior intachable. Absténganse todas aquellas que no sean conscientes de la actual pérdida de valores. Cádiz, Apdo …»

Si al menos me hubiera escrito ella. Si al menos hubiera sabido quién era ella, qué chica de entre todas las que se anunciaban.

Los seguí por callejones sin luz, por sucesivos parques maquillados de alcohol y tabacos, borrando sitios, bancos, lugares, plazas. Entraron en un portal a meterse mano. Salieron despeinados y con el maquillaje corrido y los ojos malos y las manos enfermas. No repararon en mi persecución por farolas insomnes, noctívagas y meadas. Hasta que el reloj dio las cuatro y en un jardín se entregaron a la fornicación seca de la noche cálida, beodos y extenuados, simplemente desprendidos o sólo hospitalarios. Y la odié.

Odié su entrega total y fornicaria. Odié la noche seca que parecía romper su carcajada ante mi mirada envilecida por la sorpresa y los celos. La luna se reía de mí desde su cuarto menguante. Odié el posible rastro uterino que los asaltos podrían haber implantado en su cuerpo como una prótesis bastarda, y lloré sin reservas. El llanto me ulceró esa cosa de niño tímido y elemental que tengo.

A las cinco y media se despidieron sin explicaciones, casi con rechazo, como imagino que debe ocurrir cuando el desahogo corporal se produce con un desconocido seleccionado a bote pronto, sin demasiada exigencia, sin un criterio demasiado selectivo. Pero ya creo que me sale la moralina inculcada por mamá en mi infancia directa y abundante.

Todavía la seguí por la avenida con luz, sin propósito de enmienda, decidido a exorcizarla o morir, hasta la estación, hasta la Renfe, dormida en trenes. Se acercó al muelle frío, obrero y explotado, acuciada por los vapores de la noche y el fornicio, y olió el aroma salobre del silencio y los pececillos, que dormían su sueño sin párpados.

-¿Quién está ahí?

Y me abalancé con una urgencia canalla, sobando cuanto pude. Me satisfizo el contacto de la carne recién usada. Aún dijo algo más, pero mi propio éxtasis o sus gritos inflamados de exabruptos me impidieron entender sus súplicas. No había nadie en los alrededores y la empujé resuelto a librarme de su influencia opresiva y subyugante. Seguramente fue la cogorza la que le impidió nadar y ponerse a salvo de una nueva posible embestida. Pero no nadó, la embriaguez se lo prohibía. Así que se hundió entre burbujillas alegres, entre un chapoteo juguetón y ajumado que, lo confesaré, encendió mi lubricidad.

Regresé a casa arrepentido y deseoso de encontrar cuanto antes a Cristina, que me debía una satisfacción. Tres días después venía la noticia de su muerte publicada en el diario: «A media mañana del día de ayer, lunes, en la bahía, y no muy lejos del muelle, se encontró el cadáver de Raquel Bollullo Corregidor…». Todavía hoy, dos meses después de su muerte incomprendida, sigo asomándome por la ventana en espera de descubrir otra figura con el pelo corto y unos zapatos sin tacón. Quizá algún día el destino me indemnice por su pérdida injusta e irreparable, y que tanto lamento. Hasta entonces, acostado en la cama y cuando ya se ha ido Cristina, suelo ojear el recorte de prensa como un riguroso y voluntario castigo o luto que yo mismo me he impuesto como penitencia.


Imagen destacada: El grito, de Edvard Munch, 1893.


 

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Miguel Servet

1 comentario

  1. Miguel

    Genial, como siempre, Agustín. Un derroche de imaginación con un final a la altura.
    Tengo interés en leer el relato ganador del concurso Hablando en Cobre, edición 2020
    Saludos

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