¿POR
QUÉ FUE PROHIBIDA Y PERSEGUIDA LA
MASONERÍA?
La historia de la masonería
moderna tiene ahora tres siglos de historia, y las diversas
prohibiciones,
persecuciones y represiones han sido de naturaleza muy distinta durante
todo
este tiempo. Por razones de orden en la exposición de los
diversos motivos,
creo conveniente hacer una división por siglos:
Siglo XVIII
Convencionalmente, se
señala el año 1717 como el del nacimiento de la
masonería moderna o
especulativa, y se acepta mayoritariamente que fue en Inglaterra,
concretamente
en Londres, donde se inició al fundarse la Gran Logia
de Londres.
Sólo
dos décadas después comienzan los primeros
conflictos
político-eclesiales. ¿Por qué? Eso es
lo que vamos a intentar comprender en
este punto. Pero comencemos enunciando las principales instituciones
que
condenaron la masonería durante el siglo XVIII:
1735:
Los Estados Generales de Holanda.
1736: El
Consejo de la
República y Cantón de
Ginebra.
1737:
El Gobierno de Luis XV de Francia y El Príncipe Elector de
Manheim,
en el Palatinado.
1738:
El Papa Clemente XII; Los magistrados de la ciudad
hanseática de
Hamburgo y el Rey Federico I de Suecia.
1739:
El cardenal Firrao en los Estados Pontificios.
1740:
El rey Felipe V de España.
1743:
La Emperatriz María
Teresa de Austria.
1744:
Las autoridades de Avignon, París y Ginebra.
1745:
El Consejo del Cantón de Berna; el Consistorio de la ciudad
de
Hannover, y el jefe de la policía de París.
1748:
El Gran Sultán de Constantinopla.
1751:
El Papa Benedicto XIV; el rey Carlos VII de Nápoles, y el
rey
Fernando VI de España.
1763:
Los magistrados de Dantzig.
1770:
El gobernador de la isla de Madeira, y el gobierno de Berna y
Ginebra.
1784:
El príncipe de Mónaco y el elector de Baviera
Carlos Teodoro.
1785:
El gran duque de Baden, y el emperador de Austria José II.
1794:
El emperador de Alemania Francisco II, el rey de Cerdeña
Víctor
Amadeo, y el emperador ruso Pablo I.
1798:
Guillermo III de Prusia.
La
primera conclusión a la que se llega tras echar un vistazo a
esta
lista es la siguiente: la masonería, durante el siglo XVIII
fue condenada, de
modo general, en países con gobiernos protestantes,
católicos y hasta musulmanes.
En todos estos casos, los motivos que adujeron las distintas comisiones
encargadas de investigar lo que ocurría en las reuniones de
los masones se
apoyaban en la jurisdicción de la época, que
estaba basada en el Derecho
Romano, que proscribía a todo grupo de personas que no
estuvieran autorizados
por el Gobierno. A esto venía a unirse el secretismo con el
que actuaban los
masones en sus logias, cuyos rituales, así como todo cuanto
ocurría en sus
reuniones, eran completamente desconocidos, y por tanto sospechosos.
Por
último, la Corte
de Roma, tal y como se conocía a la Santa Sede
en aquellos tiempos, aportaba un nuevo
motivo, esta vez de tipo religioso: “la sospecha de
herejía”.
Para
ver en qué términos se expresaban estas
proscripciones, tomemos como
ejemplo el decreto del rey de España Fernando VI prohibiendo
la masonería,
fechado en Madrid el 13 de julio de 1751. Leemos lo siguiente:
“Hallándome
informado de que la
invención de los que se llaman Franc-Masones, es
sospechosa a la Religión, y
al Estado,
y que como tal está prohibida por la Santa Sede
debaxo de Excomunión, y también por
las leyes de estos Reynos, que impiden las Congregaciones de
muchedumbre, no
constatando sus fines, e institutos a su Soberano: He resuelto atajar
tan
graves inconvenientes con toda mi autoridad; y en consecuencia
prohíbo en todos
sus Reynos las Congregaciones de los Fran-Masones, debaxo de la pena de
mi real
indignación, y de las demás que tuviese por
conveniente imponer a los que
incurrieren en esta culpa: Y mando al Consejo, que haga publicar esta
prohibición por Edicto de estos mis Reynos, encargando en su
observancia, el
zelo de los Intendentes, Corregidores, y Justicias, aseguren a los
contraventores, dándoseme cuenta, de los que fuere, por
medio del mismo
Consejo, para que sufran las penas que merezca el
escarmiento...” (la cursiva
es nuestra)
Con
idénticos o parecidos términos se expresan el
resto de condenas de la
masonería en todos los lugares anteriormente mencionados.
Mucho más interesante
me parece la postura de la Iglesia
Católica, que en el primero de los
documentos
condenatorios, la constitución apostólica In
eminenti, del 28 de abril
de 1837, la fundamental y a la que hacen referencia todas las que
vinieron
después, expresa su prohibición de la manera que
sigue. Incluyo ahora sólo
algunos párrafos entresacados del texto, pero el lector
curioso puede leerla
entera, si así lo desea, en los Apéndices que
incluyo al final del libro:
“También
hemos llegado a saber aun por la fama pública, que
se esparcen a lo lejos, haciendo nuevos progresos cada día,
ciertas sociedades,
asambleas, reuniones, agregaciones o conventículos, llamados
vulgarmente de
francmasones o bajo otra denominación, según la
variedad de las lenguas, en las
que los hombres de toda religión y secta,
afectando una apariencia de
honradez natural, se ligan el uno con el otro con un pacto tan estrecho
como
impenetrable según las leyes y los estatutos que ellos
mismos han formado y se
obligan por medio de juramento prestado sobre la Biblia
y bajo graves penas,
a ocultar con un silencio inviolable todo lo que hacen en la oscuridad
del
secreto.
Pero
como tal es la naturaleza del crimen, que se descubre a
sí mismo, da gritos que lo manifiestan y denuncian; de
ahí las sociedades o
conventículos susodichos han dado origen a tan fundadas
sospechas,...” (La
cursiva es nuestra)
Y
un poco más adelante, afirma:
“Por
esto, reflexionando
nosotros sobre los grandes males que ordinariamente resultan de esta
clase de
asociaciones o conventículos, no solamente para la
tranquilidad de los
estados temporales, sino también para la salud del alma
(...); para cerrar el
camino muy ancho que de ahí podría abrirse a las
iniquidades, y que se
cometerían impunemente, y por otras causas justas
y razonables conocidas por
Nos, siguiendo el parecer de muchos de nuestros venerables
hermanos
cardenales de la Santa Iglesia romana y
de nuestro movimiento de ciencia cierta,
después de madura deliberación, y de nuestro
pleno poder apostólico, hemos
concluido y decretado condenar y prohibir estas dichas sociedades,
asambleas,
reuniones, agregaciones o conventículos llamados de
francmasones, o conocidos
bajo cualquiera otra denominación, como Nos los condenamos,
los prohibimos por
Nuestra presente constitución valedera para siempre. (...)
esto bajo pena de
excomunión en que incurren todos contraviniendo
como arriba queda dicho,
por el hecho y sin otra declaración de la que nadie puede
recibir el beneficio
de la absolución por otro sino por Nos o por el
Pontífice romano que entonces
exista, a no ser en artículo de muerte. (La cursiva es
nuestra)
¿Cómo
debemos entender estas razones alegadas por los distintos Estados y
por la
Iglesia Católica? ¿Como
simples o caprichosas prohibiciones? Sería
absurdo e ingenuo pensar tal cosa. Detrás de toda condena
hay siempre una
causa, o varias. Intentemos comprender, entonces, cuáles
eran esas causas que
tenían los Estados y la Iglesia
para condenar a la masonería durante el siglo XVIII.
Como
hemos podido comprobar, en ninguno de los textos se tipifican los
crímenes a los que tácitamente se alude. El caso
de la constitución de Clemente
XII es muy elocuente a este respecto; se limita a decir: “por
otras causas
justas y razonables conocidas por Nos”, pero no
añade qué causas son ésas. La
condena se fundamenta exclusivamente en la sospecha. Los masones del
siglo
XVIII estaban bajo sospecha porque no se conocía la
naturaleza de sus reuniones
y porque su sociabilidad no era oficial, es decir, no había
sido autorizada por
el gobierno. Es aquí, precisamente, donde se encuentra el
meollo de la
cuestión; la autoridad competente perseguía tales
asambleas como medida de
precaución, no por ningún delito cometido hasta
ese momento. A los masones del
siglo XVIII no se les condenó por lo que habían
hecho, sino por lo que pudieran
llegar a hacer.
No
podemos olvidar que estamos hablando de una época muy
distinta de la
nuestra actual. En el tiempo en el que fueron redactados esos decretos
condenatorios no existía la libertad de reunión
que disfrutamos hoy. Por
eso se habla tan reiteradamente de
asambleas, sociedades, juntas, conventículos y agregaciones
varias, porque eso
era lo que se estaba prohibiendo, a las reuniones de masones y no a la
masonería como Institución. Y toda
reunión, del género que fuera, estaba
prohibida porque el Antiguo Régimen, vigente durante todo el
siglo XVIII, temía
la unión de los individuos por razones de fuerza obvias.
En
todas las condenas sobrevuela una razón de naturaleza
política,
también en la constitución del
Pontífice, donde no hay el menor asomo de
refutación doctrinal; se adhiere a la causa de sus vecinos
por una cuestión de
seguridad del Estado, y no por una razón de fe.
Aún más evidente a este
respecto resulta el decreto del cardenal Firrao de 1739, donde leemos:
“Porque tales
reuniones no sólo son
sospechosas de oculta herejía, sino sobre todo peligrosas a
la pública
tranquilidad y a la seguridad del Estado eclesiástico, ya
que si no tuvieran
materias contrarias a la fe ortodoxa y al estado y tranquilidad de la
República, no usarían
tantos vínculos secretos, como prudentemente se considera en
la
Bula citada; queriendo la Santidad
de Nuestro Señor
que en su Estado y en el de la Santa Sede
Apostólica cesen totalmente y se disuelvan tan
perniciosas reuniones”.
Y
añade el cardenal Firrao poco después:
“Se prohíbe encontrarse
presentes en tales reuniones o congregaciones bajo pena de muerte y
confiscación de sus bienes a incurrir irremisiblemente, sin
esperanza de
gracia”.
No
ya a excomunión tal y como decía Clemente XII,
sino a pena de muerte.
En un comentario al texto mencionado del cardenal Firrao,
José A. Ferrer
Benimeli, uno de los estudiosos que con más seriedad han
estudiado el tema de
la masonería, puntualiza:
“Téngase
presente que, por
aquella época, en el catálogo de penas que
imponía la Santa Inquisición
figuraba la pena de muerte sólo para los herejes
impenitentes, estando
reservada la cárcel perpetua a los herejes arrepentidos. Sin
embargo, en el
edicto sólo se habla de mera sospecha de herejía,
que es castigada, sin más,
con la pena de muerte y confiscación de bienes. La
desproporción del castigo
hay que buscarla en el auténtico motivo del Edicto: el
peligro resultante para
la pública tranquilidad y seguridad del Estado
eclesiástico, más que en la
sospecha de oculta herejía, tanto más que, como
hemos visto, los mismos herejes
perseguían y prohibían la masonería, y
esto puramente por motivos de seguridad
de sus estados”.
Efectivamente,
la sospecha de herejía de la Iglesia
Católica
se fundamentaba en aquella época, siglo XVIII,
únicamente en que la masonería
admitía indistintamente en sus reuniones a personas de otros
credos, pudiéndose
encontrar en una misma logia a personas católicas y
protestantes. Un buen
ejemplo de esto es que, en 1729, un católico, el duque de
Norfolk, llegó a ser
Gran Maestre de Inglaterra, a pesar de lo muy anticatólico y
muy antipapista
que era ese país en aquella época. Esta era, y no
otra, la causa de la herejía
masónica, y nunca la Iglesia
Católica adujo otro motivo. De hecho,
las Constituciones
de Anderson, que constituyen la ley escrita de la
masonería moderna o
especulativa, jamás fueron incluidas en el índice
de libros prohibidos por el
Santo Oficio.
Por
otra parte, el 18 de mayo de 1751, la bula Providas
promulgada
por el Papa Benedicto XIV, lo dejaba aún más
claro:
“...en
esta clase de sociedades
y conventículos se reúnen hombres de toda
religión y de toda secta, por lo que
es evidente cuán gran mal puede resultar de ahí
para la pureza de la religión
católica. La segunda es el pacto estrecho e impenetrable del
secreto, en virtud
del cual se oculta todo lo que se hace en estos
conventículos, al que con razón
puede aplicarse esta sentencia de Cecilio Natal, relatada en Minucio
Félix en
una causa bien diferente: “Las cosas buenas aman siempre la
publicidad; los crímenes
se cubren siempre con el secreto”.
Al
escribir esto, el Santo Padre olvidaba lo necesario, e incluso lo
imprescindible, que es el secreto en muchos casos. Sin necesidad de ir
muy
lejos para defender esta afirmación, recordemos que La Santa
Inquisición
actuaba, la mayoría de las veces, bajo el auxilio del
más absoluto secretismo.
Es más, ¿no ha sido uno de los secretos mejor
guardados de la Iglesia Católica,
incluso en nuestros días, el ritual que se realiza para la
elección de los
papas? ¿Acaso no debe permanecer en el secreto lo dicho bajo
el amparo del
Santo Sacramento de la Confesión?
La
pregunta puede resultar atrevida e incluso impertinente, pero se hace
ineludible formularla: ¿Por qué, entonces, no
habrían de ser secretos los
rituales de la masonería? No insistiremos en ello por ahora;
sobre los secretos
ocultos en la reuniones de masones hablaremos en capítulo
aparte, al dilucidar
la cuestión de la masonería como
“sociedad secreta”.
Siglo XIX
Las
razones que esgrimieron los distintos países y la propia
Santa Sede
durante el siglo XIX para perseguir a la masonería fueron
muy distintas a las
alegadas en el siglo XVIII. Veamos el porqué.
A
grandes rasgos se puede decir que con el siglo XIX llegó a
su final el
autoritarismo de los antiguos regímenes europeos. El siglo
XIX fue también el
de las revoluciones liberales burguesas, el de la
Revolución Industrial,
el de la guerra de la
Independencia Española, el de la
Unificación Italiana
y el de los intentos republicanos por crear estados constitucionales.
Los
totalitarismos del setecientos comenzaron su cuenta atrás
con el advenimiento
de los sueños políticos de la Independencia
de Estados
Unidos, las cabezas cortadas de la
Revolución Francesa
y los cantos de sirena de la Declaración
de los Derechos del hombre y del ciudadano, entre
los que se consideraban básicos la libertad, la igualdad, la
seguridad y la
resistencia a la opresión. Al hablar de libertad se estaba
hablando de libertad
individual, de prensa, de pensamiento y de credo. Al hablar de igualdad
se
hablaba de igualdad en los ámbitos legislativo, judicial y
fiscal.
La
revolución americana y la revolución francesa
pusieron la primera
piedra en el edificio que habría de erigirse en todo el
siglo XIX con la
doctrina del liberalismo danzando por todos y cada uno de los
países de Europa
y de América, que también reclamaron para
sí su independencia.
¿Cuál
es el papel que jugó la masonería en todo esto?
Hay opiniones para
todos los gustos. Evidentemente, para los reyes absolutistas que
pretendían
mantener vigente el sistema político de la Europa
del siglo XVIII, la masonería era la
principal portadora de la ideología que estaba causando
todas las revueltas
sociales que atentaban contra la monarquía y el clero, y
contra todos sus
privilegios y tradiciones. Parece lógico pensar, por tanto,
que soberanos como
Fernando VII en España, el propio Papa de Roma, el Zar de
Rusia y el emperador
de Austria consideraran a los masones como entes
peligrosísimos que venían a
derribar el Trono y el Altar, de ahí que se fomentara
durante todo el siglo XIX
el famoso mito del complot masónico-revolucionario. Si a
esto añadimos el
comodín de la lista de los masones célebres que
participaron de manera activa
en las distintas revoluciones de la época, tenemos ya la
justificación a dicho
complot. ¿Que
Benjamín
Franklin, George Washington y Thomas Jefferson fueron masones? Conclusión:
la revolución americana fue un parto masónico.
¿Que entre los exaltados de la
toma de la
Bastilla,
el Comité de Salvación Pública y el
reinado del terror hubo masones, con
Desmoulins, Robespierre y Danton a la cabeza? La revolución
francesa fue un
nido de conspiradores masónicos. ¿Que el inventor
de la guillotina fue un
adepto masón? El reguero de sangre que corrió a
cargo del criminal aparato es
responsabilidad de la masonería. ¿Que los
mariscales de Napoleón eran hermanos
masones? La expansión napoleónica le debe mucho a
la secta. ¿Que Rafael de
Riego coqueteó con las ideas de la Orden?
El Trienio Liberal derivado de su levantamiento en Las
Cabezas de San Juan fue una conspiración de los Hijos de la Viuda.
¿Que Garibaldi se
inició en la masonería? La unificación
italiana encontró en las logias su más
ferviente defensora. ¿Que Simón
Bolívar tuvo relaciones con las logias Lautaro? La
Independencia
de las colonias americanas fue obra, también, de esta
intrigante Institución. Y
así todo.
A
estos endebles argumentos recurren tantísimos estudiosos
para explicar la Historia de los pueblos.
No a los intereses y las pasiones políticas. No a los
fanatismos generalizados.
No a la exaltación patriotera de los pueblos y a las malas
gestiones de sus
gobernantes. Y las lecturas tendenciosas y parciales que se hacen de
estos
hechos resultan tan patéticas que causan sonrojo. Por su
parte, los propios
apologistas de la masonería han contribuido de manera
apasionada a esta
interpretación tan simplona de la
Historia. También ellos esgrimen la
lista de
masones ilustres y cantan las alabanzas de sus actos, pero nunca se
comenta qué
clase de vinculo unió a los protagonistas de las
revoluciones con la Institución. Con
demasiada frecuencia se tiende a generalizar y a etiquetar las
militancias como
inamovibles. Se extiende a toda una vida pasiones que en muchos casos
son
debidas a intereses de medro personal o a modas fugaces que se traducen
en
actuaciones muy concretas. Luego veremos, en capítulo
aparte, el caso ejemplar
de un hombre como Manuel Azaña, considerado por un buen
número de historiadores
como un peligrosísimo masón, o como un hermano
ejemplar adepto a la masonería
por parte de sus partidarios, cuando la realidad es que sólo
asistió a una
única tenida de la logia en toda su vida. Con demasiada, y
peligrosa
frecuencia, se olvidan los estudiosos de que en la vida de los hombres
existen
los intereses personales, la ambición y la
manipulación de toda clase de
idearios, pero también la decepción, el hartazgo
y las traiciones a las ideas
que alguna vez se defendieron.
Para
entender cabalmente qué clase de Institución,
conspiradora o
filantrópica, es la masonería y qué
tipo de actuaciones masónicas fueron las
realizadas por las celebridades de la Historia,
tal vez se tendría que añadir en los
censos de masones famosos, además de su nombre y apellido,
el número de veces
que asistieron a las reuniones y los trabajos que realizaron para la Orden.
Porque
mientras esta información no salga a la luz, lo que impone
la razón es tratar
de comprender los comportamientos humanos como tales comportamientos,
pues no
es razonable atribuir ni los logros ni las atrocidades de los
doctrinarios a
las doctrinas que éstos profesan. Si George Washington, por
poner un ejemplo,
tuvo un papel destacado durante la guerra de la independencia
estadounidense,
de ningún modo pueden ser achacables sus méritos
a su condición de masón. Otro
caso destacable es el de Simón Bolívar, prototipo
del masón adepto a la Orden y héroe
de la
emancipación de los países de la América
del Sur. Su condición de masón queda un poco
ensombrecida, cuando menos, al saberse que en 1828 prohibió
la masonería, junto
al resto de las sociedades secretas, en la Gran
Colombia.
Por
otra parte, la actuación de los soberanos que condenaron a
la
masonería resultaba absolutamente lógica si
tenemos en cuenta sus postulados
absolutistas, pues la actividad masónica
entrañaba un peligro para sus
intereses, ya que no se sometía de buen grado ni al poder
regio ni al poder
religioso, y se alzaba al margen de uno y otro. Y aunque la
masonería no
participara en las revoluciones directamente, sí
suscribía muchos de los
principios ideológicos que las inspiraron.
Esta
es una cuestión que creo fundamental, y que
podríamos resumir de
esta manera: la masonería como Institución no
hizo las revoluciones, pero
muchos de sus adeptos sí participaron en ellas, sin que la Orden
los condenara por
ello. Es decir, al margen de su condición de
masón, muchos masones participaron
activamente en políticas que iban contra el orden
establecido y, a pesar de
esto, la masonería se mostraba solidaria con ellos.
Evidentemente,
esto era inadmisible para cualquier Estado que quisiera
reprimir las revueltas que socavaban sus cimientos, y es
lógico que persiguiera
a los agitadores y, por extensión, a las sociedades que los
protegían. Con una
mentalidad actual, podríamos decir que la
masonería fue cómplice de muchos
masones revolucionarios. Pero esta “complicidad”,
que es solidaridad y no
conspiración, ya estaba contemplada por la
masonería desde sus inicios. En el
segundo artículo de las “Obligaciones de un
francmasón” dentro de las Constituciones
de Anderson, podemos leer (en traducción de
Ricardo de la
Cierva) lo siguiente:
“Un
Masón es un
súbdito pacífico de los poderes civiles,
dondequiera resida o trabaje y nunca
debe implicarse en complots y conspiraciones contra la paz y bienestar
de la
nación, ni comportarse fuera del deber con los magistrados
intermedios; porque
como la
Masonería
siempre ha sido dañada por la guerra, el derramamiento de
sangre y la
confusión, así los antiguos reyes y
príncipes se han mostrado muy dispuestos a
animar a los Artesanos por su carácter pacífico y
leal, con lo que respondían
en la práctica a las recriminaciones de sus adversarios y
promovían el honor de la Fraternidad,
que siempre florecía en tiempos de paz. Por eso si
un Hermano se comporta
como un rebelde contra el Estado no debe ser sostenido en su
rebelión aunque se
le deba mostrar compasión como hombre infeliz y si no es
declarado reo de otro
crimen, aunque la leal Fraternidad tenga el deber de rechazar la
rebelión y no
ofrecer sombra ni motivo de desconfianza política al
Gobierno presente, no le
podrán expulsar de la logia y su relación con
él permanecerá indefectible”.
(La cursiva es nuestra)
Es decir, la masonería como
Institución o Sociedad quiere mantenerse ajena a las
rebeldías contra los
poderes constituidos, pero a la vez pretende ser solidaria con los
masones
rebeldes, en virtud de un voto de fraternidad contraído con
ellos. Y claro,
esta concordia es extraña al Estado, que no repara en
hermandades sino en
conjuras. Para el Estado, si los masones son culpables, la
masonería también lo
es. Sobre todo cuando mantiene sus actividades en secreto y protege a
quienes
han delinquido.
Esta
solidaridad masónica puede resultarnos exótica,
pero conviene
tenerla en cuenta a la hora de comprender qué es eso de la
masonería y cómo
actúa. Y ahora voy a hacer un alto en mi
exposición para contar una anécdota
que viene muy a propósito. Se la contó el Gran
Orador del Gran Oriente de
España a don Ángel María de Lera en
1979 durante una entrevista. La historia
puede que pertenezca al ámbito de la leyenda, puede que
nunca ocurriera, quién
sabe, pero sirve para explicar este compromiso que existe entre los
masones.
El
escritor y Premio Nobel de literatura Rudyard Kipling fue
también
masón. Pues bien, durante uno de sus viajes a la India
se topó con dos suboficiales
del ejército británico que descubrieron su
condición por un emblema masónico
que llevaba grabado en el reloj y, después de darse a
conocer también ellos
como masones, le confesaron al escritor que habían desertado
del ejército y que
pretendían actuar en beneficio propio provocando la
insurrección en una tribu
de hindúes para convertirse en sus reyes. Por supuesto,
Kipling les afeó esta
conducta tan poco decorosa, pero haciendo honor al voto de fraternidad
que les
debía, les prometió su ayuda en caso de que la
necesitaran. Aquellos dos
aventureros no consiguieron sus propósitos, pero como se
habían iniciado en el
tráfico de armas, en un momento en el que estaban a punto de
ser detenidos por
la policía, solicitaron la ayuda de Kipling y
éste los salvó proporcionándoles
la manera de huir de Nueva Delhi. Pero no acaba aquí la
historia. Algunos años
más tarde, el famoso escritor se encontró de
nuevo con uno de ellos y le
preguntó qué había sido de su
compañero y cómo había acabado aquella
aventura
en la que se habían embarcado años
atrás. Según le contó el suboficial,
continuaron durante un tiempo sublevando a la población sin
conseguir grandes
resultados, hasta que los miembros de la tribu engañada se
dieron cuenta de que
se trataba de dos auténticos bribones y decidieron matarlos.
Su compañero no
pudo salvar la vida, pero
él tuvo mejor
suerte. En el momento en que iban a ajusticiarlo, y cuando ya le
habían
arrancado la camisa, el jefe de la tribu se dio cuenta de que
tenía tatuado en
el cuerpo unos emblemas de la masonería, de modo que se lo
llevó a un aparte y,
después de comprobar que pertenecía a la Orden,
esa misma noche le preparó la huida
mientras todos dormían en el poblado. Y es que el jefe de la
tribu era también
un masón respetuoso con la solidaridad a que
están obligados por sus votos.
La
parábola no deja de ser una historieta simplona, pero
explica muy bien
la fraternidad que se mantiene por encima de todo. Sin duda, Kipling y
el jefe
de la tribu fueron cómplices de esos dos individuos, pero
¿fueron tan
criminales como ellos? Parece que no. Y aún más,
¿al considerar los delitos de
los dos suboficiales, habría que juzgarlos como delincuentes
o como masones? La
respuesta también parece estar clara.
Si extrapolamos esta
historieta tan tonta a los hechos ocurridos durante el siglo XIX,
habremos de
concluir que las sociedades que florecieron en la época y
que conspiraron
contra el poder establecido en los distintos países
europeos, eran de carácter
político, patriótico y revolucionario, y que en
ellas hubo muchos masones, por
supuesto, llegándose a identificar el ideario
masónico con otros muy distintos,
como pudieron ser los iluminados, los jacobinos, los carbonarios, la
llamada
secta universitaria y otros parecidos. Sin duda hubo una tremenda
confusión en
el enjuiciamiento de las sociedades secretas, razonable por otra parte,
porque
dentro de esos grupos se dio toda una compleja amalgama de militancias,
pudiendo ser un mismo individuo al mismo tiempo católico,
patriota, masón y
carbonario, por ejemplo. Y ya puestos, aficionado a los juegos de
cartas y a
los bailes de salón, sin que haya que buscar perversas
conjuras ni entre los
tahúres ni entre los bailarines.
A
este respecto, el caso de Italia resulta paradigmático, pues
en su
unificación jugaron un papel fundamental las sociedades
secretas, y en especial
el carbonarismo, que tantas veces se ha confundido con la
masonería.
En
la obra Las sectas y las sociedades secretas a
través de la Historia, de
Santiago
Valentí Camp, podemos leer lo siguiente:
“El
carbonarismo marca un
periodo de transición en la historia de las sociedades
secretas. En virtud de
él y de la tendencia que les imprimió, de las
sociedades que se ocupaban de
religión, filosofía y política se
pasó a aquellas cuyo objetivo era inmediata y
prácticamente la política. Así, en
Francia, Italia y otros países surgieron
numerosas y variadas sectas, en las que vemos a los hombres
más eminentes,
tanto de ciencia como de acción, combinar sus respectivos
esfuerzos,
encaminándolos a un común fin, a saber: el
progreso –tal como ellos lo
entendían- de la sociedad humana. El carbonarismo
reaccionó, en realidad, hacia
el año de 1825, y unos diez años más
tarde se refundió en la Joven Italia,
cuya
finalidad era idéntica a la del carbonarismo, a saber, la
expulsión de Italia
de todos los extranjeros y la unificación de
Italia”.
La
“Joven Italia” fue una sociedad secreta de
carácter exclusivamente
político fundada en 1833 por el revolucionario y carbonario
Giuseppe Mazzini,
cuyo objetivo fue la creación de una república
italiana unitaria. Este objetivo
se encontraba con serios problemas, porque Italia, por aquel entonces,
estaba
dividida en muchos pequeños estados con gobiernos
absolutistas: los reinos de
Lombardía y Venecia se encontraban bajo el poder de Austria;
los Estados
Pontificios bajo la soberanía del Papa; y otros eran
independientes, como las
Dos Sicilias o el reino de Piamonte-Cerdeña; o se
habían constituido en ducados
bajo el gobierno de algunos miembros de la dinastía de los
Habsburgo, como la Toscana,
Módena y
Parma.
El
caso de los Estados Pontificios es especialmente complejo, porque la
tendencia del carbonarismo a la aniquilación de la teocracia
no era tanto una
cuestión religiosa como una cuestión
política. Lo que pretendía el carbonarismo
y el resto de sociedades secretas de idéntica
ideología, como “la Joven Italia”,
respecto de la
Iglesia,
era arrebatarle su poder político, es decir, limitar la
soberanía del Papa a un
ámbito espiritual y no temporal, que es exactamente lo que
ocurre hoy en la Iglesia Católica.
Pero en aquella época de absolutismos la
soberanía papal no se entendía sin su
componente político. En aquella época, el Papa no
sólo era un líder espiritual,
sino un auténtico monarca. Así lo
entendían los distintos papas de la época, de
León XII a León XIII, y por eso organizaron un
sistema de represión riguroso,
publicando diferentes bulas en las que reprochaban a las sectas su
política de
ataque contra la soberanía de los príncipes y la
autoridad civil de la Iglesia. En uno de los
edictos del Papa León XII se podía leer:
“Quedan
prohibidas las
sociedades secretas en Roma y en todos los Estados Pontificios.
Será declarado
reo de alta traición y como tal castigado con pena de muerte
el que pertenezca
a alguna de estas sociedades o las favorezca”.
Como
se ve, la prohibición se extiende a todas las sociedades
secretas,
ante la lógica confusión que había
entre unas y otras. Y entre esas sociedades
estaba la masonería. Más explícita
resultaba la Constitución
de Pío
IX Apostolicae Sedis, del 12 de octubre de 1869,
que reservaba la
excomunión para todos
“aquellos
que diesen su nombre a
la masonería o carbonería o a otras sectas del
mismo género, que maquinen
contra la
Iglesia
y los legítimos gobiernos, ya abierta, ya
clandestinamente”.
La
postura de la Iglesia Católica,
vista en su contexto, no deja de ser
lógica, aunque la identificación entre unas y
otras sociedades secretas fuese
errónea. Pero cuidado, estamos hablando de una lucha de
intereses políticos, no
religiosos. La Iglesia Católica
no estaba defendiendo tanto un credo
supuestamente amenazado, cuanto su continuidad como Estado. Un
año más tarde,
en 1870, entraban en Roma las tropas garibaldinas, y en este
acontecimiento se
puede situar el inicio de la decadencia del poder Temporal de los
Papas. Es
decir, de su poder político, no de su poder espiritual, que
no ha mermado desde
entonces y sigue indiscutiblemente vigente.
Si
observamos un caso como el de Giuseppe Garibaldi, se
comprenderá
perfectamente la confusión entre las diferentes sociedades
secretas, pues en él
se dieron las distintas militancias de las que hablábamos
antes. Se inició en
la carbonería en 1833, con posterioridad fue miembro de la
“Joven Italia” de
Mazzini, y en 1844 ingresó en la masonería en una
logia de Montevideo, durante
su aventura americana, llegando a ser dos décadas
después Gran Maestre del Gran
Oriente de Palermo. Fue masón, pero en la
unificación italiana luchó como
patriota revolucionario y, una vez alcanzado los objetivos
políticos, además,
fue miembro del Parlamento, se declaró librepensador en sus
últimos años y
coqueteó con el socialismo de moda en la época,
poniendo en marcha las
sociedades obreras en Italia. Y todas estas facetas de su vida han de
entenderse, ante todo, como las preocupaciones vitales de un hombre, y
después,
si queremos, de un masón.
Siglo XX
No me voy a extender
demasiado en este punto sobre las condenas a la
masonería durante el siglo XX, ya que un poco más
abajo trato el mismo tema al
estudiar el famoso “Contubernio
judeo-masónico-comunista”. Por ahora,
sólo diré
que fueron, curiosamente, los países con
regímenes totalitarios aquellos que
prohibieron, persiguieron y aniquilaron a los masones. Más
interesante me
parece hablar de la postura de la Iglesia
Católica frente a la
masonería.
Como
hemos visto, durante los siglos XVIII y XIX hubo una feroz pugna
entre la
Iglesia
y la masonería, considerada como sociedad secreta y como
vanguardia de la lucha
contra el catolicismo. El último Papa del siglo XIX,
León XIII, murió en 1903,
y su pontificado está considerado como el más
duro y represivo que ha habido
nunca contra los masones. El profesor Ferrer Benimeli, al estudiar los
veinticinco años de papado de León XIII, ha
contabilizado no menos de
doscientos cincuenta documentos condenando la masonería y el
resto de
sociedades secretas, y más de dos mil referencias papales
contra esta
Institución. El lector interesado en la cuestión
podrá leer completa, en los
Apéndices que incluyo al final del libro, la
encíclica Humanum Genus,
promulgada por este Papa el 20 de abril de 1884,
y considerada toda una síntesis doctrinal
antimasónica. Así estaban las cosas a principios
del siglo XX.
No
obstante, el 27 de mayo de 1917, el Papa Benedicto XV recoge la
herencia dejada por Pío IX y León XIII, y en el
Canon 2335 del Código de
Derecho Canónico, vuelve a confirmar las disposiciones
pontificias anteriores,
ahora en los siguientes términos:
“Los
que dan su nombre a la secta masónica o a otras
asociaciones del mismo género, que maquinan contra la Iglesia
o contra las
potestades civiles legítimas, incurren ipso facto
en excomunión
simplemente reservada a la Sede
Apostólica”.
Como vemos,
continúa la
condena hacia la masonería como sociedad que, al decir del
Vaticano, “maquina
contra la
Iglesia
o contra las potestades civiles legítimas”. Pero
obsérvese que quedan en el
olvido otras proposiciones que anteriormente cargaban las tintas contra
la
Institución masónica,
como eran aquellas que condenaban también la clandestinidad
y los secretos de
los masones. Ahora se pasa por alto esas características o,
al menos, no se
nombran, limitándose a tratar el fin subversivo de la
sociedad condenada.
Ahora
bien, ¿no sería razonable probar primero esta
premisa de la
masonería como asociación subversiva antes de
condenarla? Así debieron de
entenderlo algunos padres conciliares
durante el Concilio Vaticano II, al proponer que se
suprimiera el canon
2335 en el nuevo Código de Derecho Canónico.
En
una entrevista de 1979 concedida por el cardenal Vicente Enrique y
Tarancón a Ángel María de Lera, a
propósito de la legalización en España
de la
masonería, al ser preguntado sobre el célebre
canon 2335 y su posible
desaparición en el nuevo Código de Derecho
Canónico, dijo:
“Mi
impresión es que desaparece.
Ya en el Concilio Vaticano II hubo algún obispo que lo
pidió taxativamente y
que dijo que el concepto que teníamos de la
Masonería no se ajustaba
a la realidad actual. Eso ya resonó, como le digo, en pleno
Concilio. Ahora ya
no sigo el desarrollo de la renovación del derecho
canónico. Pertenecí a las
comisiones de trabajo que trataban de ello, pero el ser cardenal me
sitúan
últimamente en la Junta
Superior de Renovación, adonde nos
llegan ya los asuntos,
diríamos que resueltos, y sólo para ser
refrendados por ese organismo. Sé que
el ambiente que prevalecía entre todos los que
trabajábamos en esto era el de
suprimir ese canon, pero asegurar que se haya suprimido no puedo
hacerlo,
porque no estoy ya en ese nivel. Sin embargo, le repito, mi
opinión es de que
sí, de que va a desaparecer ese canon en el nuevo
Código de Derecho Canónico”.
Y
efectivamente, cuando por fin fue promulgado el nuevo Código
en 1983,
bajo el pontificado de Juan Pablo II, el canon 2335 fue sustituido por
el 1374,
que dice así:
“Quien
se inscribe en una
asociación que maquina contra la Iglesia
debe ser castigado con una pena justa; quien promueve
y dirige esa asociación, ha de ser castigado con
entredicho”.
Lo
que resulta perfectamente razonable. Quedaba así, por tanto,
exonerada
la masonería del veto eclesiástico de la Iglesia
Católica
doscientos cuarenta y cinco años después de que
el Papa Clemente XII la
condenara en su bula In eminenti de 1738.
Sin
embargo, y como todo el mundo sabe, las posturas personales de los
altos miembros de la Iglesia
no siempre son coincidentes. Como el tema es controvertido, quiero
incluir aquí
dos posturas antitéticas, aunque contemporáneas
la una de la otra.
En
esa misma entrevista a la que me he referido anteriormente,
Ángel
María de Lera le hizo esta pregunta a Enrique y
Tarancón:
“Recientemente
la masonería ha
conseguido su reconocimiento legal en España. En principio
lo denegó la
administración, o sea, el Ministerio del Interior, pero sus
promotores apelaron
a la
Audiencia Nacional y parece ser,
según se ha hecho público, que su
sentencia anula la disposición administrativa y reconoce el
derecho de la
masonería a ser inscrita en el registro de Asociaciones.
¿Cuál es su opinión a
este respecto?”
A
lo que respondió el Cardenal de Madrid:
“A
mí me parece que ha sido
correcta la actuación de la judicatura. Pero
también le diré que me parece
asimismo correcta la decisión que tomó en su
momento la Administración,
precisamente por el efecto que pudiera producir el que se diera
vía libre
administrativamente a una organización que había
sido objeto de tan graves
acusaciones durante tantos años y que en el
ámbito español, por lo mismo, tenía
tan mala fama. Pero yo apruebo el comportamiento de la judicatura,
porque a mí
me parece bien que haya libertad y que la gente esté dentro
de la ley para
manifestar todas sus opiniones. Espero que ahora la
masonería, ya legalizada,
no querrá mantener ese secreto, que era mítico,
porque me da la impresión de
que tal conducta no conviene ni a los masones ni a nadie. El secreto
daría a
entender que ocultan cosas inconfesables. Así pues, obrando
a la luz del día,
yo no veo ningún inconveniente en que la
masonería, como toda opinión, como
toda manifestación, pueda expresarse libremente, sabiendo
que la
Iglesia es partidaria de
la libertad religiosa, es decir, de que cualquier confesión
goce de libertad
para su ejercicio. El respeto a la conciencia, el respeto a la persona,
el
respeto al hombre constituyen un principio fundamental de la Iglesia
después de la
renovación que ha hecho en el Concilio Vaticano II; y la
última encíclica del
Papa es muy interesante por eso, porque hace de la religiosa una
opción
decidida por el hombre. En definitiva, la Iglesia
debe mirar al hombre, que es redimible,
con sus derechos. El respeto a la conciencia individual del hombre es
algo
firmemente asentado ya en la Iglesia. Por
lo tanto, y volviendo a su pregunta, me parece
muy bien”.
Por
su parte, el cardenal Ratzinger, prefecto de la
Sagrada Congregación
para la
Doctrina
de la
Fe, el 26 de
noviembre de 1983, el mismo año en que se promulgaba el
nuevo Código de Derecho
Canónico donde dejaba de estar condenada la
masonería, hacía la siguiente
declaración:
“Se
ha solicitado que se altere el juicio de la Iglesia
sobre la masonería
por el hecho de que en el nuevo Código de derecho
canónico no se hace mención
explícita de ésta, tal como se hacía
en el Código anterior.
Esta S.
Congregación juzga a
bien responder que tal circunstancia se ha debido a un criterio
redaccional
seguido también para las otras asociaciones igualmente no
mencionadas por el
hecho de estar incluidas en categorías más
amplias.
Se
mantiene, por tanto, inmutable el juicio negativo de la Iglesia
respecto a las
asociaciones masónicas, ya que sus principios han sido
considerados siempre
inconciliables con la doctrina de la Iglesia
y por ello la adscripción a las mismas permanece
prohibida. Los fieles que pertenecen a las asociaciones
masónicas están en
estado de pecado grave y no pueden acceder a la Santa
Comunión.
No
le compete a las autoridades eclesiásticas locales
pronunciarse
sobre la naturaleza de las asociaciones masónicas, con un
juicio que implique
la derogación de cuanto ha sido arriba establecido,
según el parecer de la
declaración de esta Congregación dada el 17 de
febrero de 1981.
El
Sumo Pontífice Juan Pablo II, en el curso de la audiencia
concedida al infrascrito Cardenal Prefecto, ha aprobado la presente
declaración, formulada en la reunión ordinaria de
esta S. Congregación, y ha
ordenado su publicación”.
Juzguen ustedes mismos de
lo que pueda colegirse de todo lo dicho anteriormente. Poco
más me queda por
decir sobre el tema de la Iglesia y la
masonería. Salvo esto: en el momento en que
escribo este punto, a 19 de abril de 2005, y tras la muerte del Papa
Juan Pablo
II hace unos días, la chimenea del Vaticano ha dado por
resuelta la cuestión de
la sucesión. He seguido el acontecimiento con sumo
interés. Debido a mi
juventud, es la primera vez que asisto a una elección papal
con conocimiento de
causa. En la anterior tenía tan solo cuatro años.
Me ha parecido interesantísimo
el secreto con que la Iglesia Católica
sigue envolviendo la elección que hacen los
cardenales. He permanecido expectante la sucesión de fumatas
negras hasta que
ha salido el humo blanco, y me ha parecido un ritual
bellísimo, pero un ritual
al fin y al cabo. La fumata blanca me indica que hay nuevo Papa. Habemus
Papam, corean todos los fieles en Roma y repiten los
comentaristas por
televisión. El distinguido para suceder a Juan Pablo II es
Joseph Ratzinger,
que ha elegido el nombre de Benedicto XVI. La Historia
continúa.
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