AGUSTÍN CELIS SÁNCHEZ

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MALEKÍN O EL SECRETO DEL ARMARIO

PRIMERA PARTE: CRISTINA

CAPÍTULO I .  Comienzan las vacaciones.

 Por fin había llegado julio. Como cada año, Cristina esperaba ansiosa que llegaran las vacaciones. También este año lo había aprobado todo y no tendría que estudiar más hasta septiembre. Después del verano, volverían el colegio y la señorita Loli, que era muy buena, sí, pero un poco pesada.

Lo mejor del verano no era librarse de las clases ni de la señorita Loli, en el fondo se divertía mucho en el colegio y le encantaba jugar con sus amigos. Lo mejor era que en unos días se marcharía con sus padres al castillo de su abuelo, donde pasarían el verano hasta que llegara el momento de regresar a la ciudad.

Las dos cosas que más le gustaban a Cristina eran el chocolate y el sueño. De esto estaba completamente segura. Cada vez que un adulto le preguntaba por lo que más le gustaba, ella siempre respondía lo mismo: “el chocolate y el sueño”. Y como los adultos no entendían nunca a qué se refería con eso del sueño y lo confundían con dormir, Cristina tenía preparada una respuesta rotunda para esos casos:

-Hay que ver cómo sois los mayores. Nunca os enteráis de nada. Con sueño quiero decir que me gusta soñar, pero soñar despierta.

Y si los mayores le decían que a eso se le llamaba fantasear, Cristina se ponía hecha una furia y decía que no, que no y que no.

-¡Que noooooooooooo! Hay que ver que no entendéis nada. No fantaseo porque no me invento fantasías. Yo sueño con cosas reales que ocurren en mis sueños.

Pero los adultos no la entendían. En realidad no la entendían. Hacía mucho tiempo que habían dejado de soñar y no conocían el significado que Cristina le daba a la palabra “sueño”. Hacía demasiado tiempo que habían dejado incluso de fantasear.

A los mayores les gustaba escuchar a Cristina, aunque ellos hablaran otro idioma, el idioma de los adultos. Les hacía gracia el modo que ella tenía de hilar sus pensamientos. Todos estaban de acuerdo en que Cristina era una niña muy inteligente, y sonreían cuando la escuchaban hablar.

-¡Qué lengua tiene! –decían algunos.

-¡Qué graciosa! –decían otros.

-¡Y qué lista! –decían todos.

Pero Cristina nunca comprendía por qué se asombraban tanto. A ella hablar le parecía muy normal; de hecho, era una de las cosas que más hacía. Y después de hablar, lo que más hacía era soñar. Por eso, hablar y soñar eran cosas muy normales. Normalísimas.

Y tan normales eran, que se pasó toda la tarde jugando sola en su cuarto, soñando despierta y hablando con sus juguetes. Cristina tenía una habitación para ella sola, pero esto le fastidiaba mucho. Hubiera preferido tener una hermanita con la que compartir los juegos, y a la que poder contar todo lo que ella soñaba. Una hermana menor, claro, pero no demasiado. “Una hermana ideal”, se decía Cristina. Y entonces continuaba imaginándosela:

-Si yo tengo ocho años, mi hermana ideal tendría que tener cinco. Y entonces podría enseñarle a leer y a montar en bici, y la disfrazaría todas las noches, y la llevaría agarrada de la mano a todas partes y le contaría todos los cuentos que ya conozco.

Porque a Cristina le encantaban los cuentos y conocía muchísimos. Ella decía que los coleccionaba en su cabeza y que los tenía clasificados, y todos los días sus padres le tenían que contar alguno.

Cristina tenía una peculiar manía con esto de contar cuentos: cada vez que alguien venía a casa de visita, ella le pedía que le contara uno y, según fuera de habilidoso el cuentacuentos, así se comportaba Cristina con él. Con aquellos que le contaban historias nuevas y lograban sorprenderla, Cristina era amable y cariñosa, pero a aquellos que no sabían cómo contarlos o se mostraban vergonzosos, Cristina los ridiculizaba. Se creían muy listos porque hablaban de cosas que ella no entendía, pero en el fondo eran muy tontos y muy torpes. Algunos incluso reconocían haberse olvidado de las historias que se sabían de niño, y esto le parecía el colmo a Cristina. Una auténtica barbaridad. Un desastre total. Y entonces Cristina no podía controlarse y les reprendía muy seriamente:

-Es usted una calamidad.

Pero los mayores siempre se reían cuando ella se enfadaba. “¡Qué lengua tiene!”, decían, “¡qué graciosa!”, “¡y qué lista!”.

Cristina lo tenía clarísimo. Había dos clases de personas: los buenos y los malos contadores de cuentos. Y después estaba el cuentista por excelencia, el número uno, el mejor de todos, su abuelo Pablo, que vivía en una casa enorme en el campo, con un jardín lleno de árboles y criados que se ocupaban de las tareas del hogar, un mayordomo y un jardinero, y una criada y hasta un ama de llaves.

Aunque sus padres no pensaran como ella, Cristina sabía que su abuelo era un duque, y su casa un castillo, y que el castillo estaba encantado y escondía un secreto. Y algún día su abuelo le revelaría el misterio y entonces lo conocerían los dos, él y ella, mientras los otros seguían pensando que aquel castillo era una casa y aquel bosque un jardín.

Y por fin había llegado julio y ya faltaba menos para ver al abuelo Pablo, al duque de Elendy, como a ella le gustaba llamarlo. Todos los años visitaban el castillo de Élenor y pasaban allí una temporada, hasta que llegaba septiembre y tocaba volver a la ciudad.

Cristina estaba deseando ver al duque. Sabía que lo encontraría más viejecito, pero también más cariñoso. Cuando murió la abuela Elena, el Duque se volvió más y más solitario, y también más triste, y más silencioso y retraído, pero cuando estaba con Cristina sus ojos brillaban y todas las tardes salían a dar un paseo por el bosque. Era el mejor momento del día, el instante mágico en el que el duque de Elendy le hablaba de seres fantásticos que habitaban en las grutas y en las copas de los árboles, de hombres y mujeres que vivían en los libros de su biblioteca y que habían protagonizado cientos y cientos de aventuras que muy pocos recordaban ya. Y así fue como Cristina empezó a saber de la existencia de los duendes y de las hadas, pero también de los elfos, enanos, dragones, trasgos, trolls y demás criaturas fantásticas, y de todos ellos tenía hecha una idea en su cabeza. Sabía perfectamente cómo eran y qué ropa llevaban puesta, que comían y cuáles eran sus aficiones. Y aunque nunca los había visto, muchas veces había notado cómo la observaban en silencio. Y a ella le parecía bien que así fuera.

En el pueblo no hablaban bien del abuelo, y por eso Cristina prefería pasar todo el verano en el castillo y no ir a la piscina. No había mucha gente interesante en aquel sitio. Casi todos eran personas mayores que decían que el abuelo era un hombre muy raro, que apenas salía y que, de tanto leer, se le había secado el cerebro y se había vuelto arisco con ellos. Y pronunciaban dos palabras rarísimas: huraño y eremita, que Cristina no sabía qué podían significar, pero seguro que nada bueno.

Aquel primer día de vacaciones Cristina pensó en todo esto. Sabía que muy pronto llegarían al castillo. Ya sólo faltaban unas semanas para ver a su abuelo. Aquella noche no quiso que le contaran ningún cuento. Le bastaba con los recuerdos que tenía de otros veranos y quería recordarlos. Antes de quedarse dormida soñó con lo que podría ocurrir ese año. Una hora entera estuvo soñando despierta, imaginando lo que aprendería en el castillo de Élenor con el duque de Elendy, pero ni en sus mejores sueños pudo sospechar que aquel sería el mejor verano de su vida, y que viviría una aventura que jamás podría olvidar.

 



De Malekín o el secreto del armario, Agustín Celis y Alejandra Ramírez, Ed. Planeta & Oxford, Madrid, 2006

© Agutín Celis Sánchez