La bondad del invierno recibió el Premio Unión Latina de Cuentos 2002 en el Concurso Internacional de Relatos “Juan Rulfo”, concedido por Radio Francia Internacional y la institución Unión Latina. El jurado que lo otorgó estaba compuesto por Fernando Aínsa, Miquel Barceló, Silvia Barón-Supervielle, Rubén Bareiro Saguier, Jorge Edwards, Claude Fell, Javier Fernández, Mercedes Iturbe, Alexis Márquez, Laura Mazzolo, Julio Ortega, Manuel Rivas, Patrick Rosas, Luis Sepúlveda, Aline Schulmann, Paco Ignacio Taibo II y Jorge Volpi.


Unas palabras previas:

Como se trata de un relato ya difundido por Internet, sobre todo desde su inclusión en la antología titulada Cuentos españoles contemporáneos del siglo XX, de la que ya hablé aquí, creo que resulta pertinente, y de lo más legítimo, traerlo también a esta nueva actualización de la página web que vengo realizando desde hace unos meses.


La bondad del invierno

También yo, como Lorca, poseo una tristeza de hilo blanco para hacer pañuelos, una gavilla de sueños rotos y un retablo de ilusiones sin filo que asiste cada mañana al espectáculo de su nueva restauración. Ni a él ni a mí nos habían hablado de esta inercia apagada. No nos dijeron  que nos pusiéramos ahí, quietos y obedientes, con la nalga temblona, a la espera de que un civil desconocido nos vacíe el cargador de su pistola en la cabeza acostumbrada a componer versitos.

Yo ya sé, como Federico, que la vida no es noble, ni buena, ni sagrada. La vida es solo una sucesión caprichosa de pérdidas, y el hombre no es más que la marioneta destinada a cumplir sus caprichos. No importa si provocamos al azar y corrimos detrás de nuestra desgracia hasta encontrárnosla de frente. Aunque me hubiese escondido en este boquete, o en cualquier otro, trece años antes, igualmente habría caído sobre mí la noche negra para cubrirme con su manto y convertirme en el hombre cansado que soy ahora.

Quizá si me hubiese ido del país habría tenido todavía una oportunidad entre los hombres. Como tantos otros que se marcharon a América, también yo podría haberme refugiado lejos para mirar todo este caos a salvo, desde el velador de un café de Buenos Aires, pongamos por caso, con una copita de anís siempre encima de la mesa y nuevos amigos que comenten conmigo la desgracia para seguir jugando a salvar el mundo de nosotros mismos.

Si decidí quedarme fue solo por la ilusión de hacer realidad nuestras conversaciones de muchos años atrás en la Residencia; de matar, una sola vez pero para siempre, la pesadilla de no creer lo que creían otros; por probar a confiar en lo que defendían con tanto ímpetu y que a mí no me interesaba. Yo sólo quería escribirle unos versos a lo de todos los días, permanecer ignorado entre todos aquellos que cantaban a una bandera o levantaban un puño o entonaban un himno. Luego el destino se ha complacido en envolverme en su capa y he terminado huyendo de unos y otros.

No sé cuándo se torció la suerte y quedé enredado en esta bobina de hilo que terminaré de enrollar mañana por la mañana, pero tengo algunas sospechas. Si tuviera tiempo escribiría mi historia para conciliar estas dos mitades y entender si lo que he hecho en estos trece años tenía alguna justificación. No tengo tiempo y por eso sólo puedo esbozar con pena una mínima parte del relato.

No estoy seguro de dónde y cuándo comienza, pero sé con una certeza que  asusta y alegra cuándo y dónde termina. Quizá la noche que le regalé mi maquina de escribir a Juan Palacios para que él hiciera su revolución fue la noche que me condenó a todos estos años de lucha. ¿Podía saber yo que a las pocas semanas le requisarían la máquina, le romperían los dientes y la boca, y en una celda de castigo, tragándose la sangre y los mocos, iba a pronunciar mi nombre como el de un aliado, un compinche o un traidor? O puede que fuese aquella tarde en Madrid, en el sótano en el que Pablo y Rafael pontificaban, donde alguien tan anónimo como yo me vio y quiso que también yo fuera uno de ellos, y luego vino la culpa y la delación.

Cuando yo supe que el crimen fue en Granada participé con otros y por venganza en una partida que acabó con la muerte de dos guardias civiles en Alcalá, una noche en la que alguien gritó y dio armas y se rompieron cristales y se quemaron algunos camiones. Todo esto y que mis amigos fuesen Federico y Rafael, Pablo y César, Miguel y Pedro y otros muchos contribuyó a que la historia haya sido de este modo. Luego he sabido que algunos de ellos murieron y que otros se exiliaron antes de ver peligrar su posición o su vida. Los más listos huyeron haciéndonos creer que por el bien de la causa convenía tener una vanguardia en Francia o en Rusia desde donde luchar contra el enemigo fascista. Los más ingenuos se quedaron defendiendo un futuro solo leído en los libros o se han podrido en las cárceles nacionales creyendo cumplir un deseo que ellos no se fijaron. A Miguel le perdí la pista y no sé si consiguió salir del país o todavía sigue buscando el desgobierno de la carne allí donde  se encuentra. Una vez me dijeron que murió en prisión, enfermo, pero las fuentes no eran fiables y en este tiempo hay demasiados fantasmas que después de muchos años enterrados han regresado al mundo para dar noticia de su suerte.

Yo pasé tres años de un lugar a otro comiéndome la rabia y las ganas de decir basta, y cuando todo acabó para los otros yo seguí aquí, o en un penal que no sé si es de este mundo, lo mismo da, obstinado en no aceptar lo evidente, que el mundo que íbamos a construir no era posible y tocaba perder. Tres años en el presidio de Ocaña sobran para domar a un hombre, así que cuando conseguí salir de allí con veinte kilos menos y media boca deshecha a palos me retiré a Requena, donde vivía entonces mi hermana, buscando librarme de mis recuerdos y mis errores pasados. Salta a la vista que fue inútil.

Allí la guerra no había acabado. Todos los domingos bajaban a la cantina del Sordo los perseguidos del monte. Allí fue donde conocí a aquellos hombres que todavía creían que podía prenderse la llama revolucionaria, un grupo de individuos que habían decidido continuar una guerra de guerrillas contra la guardia civil y el gobierno de Franco, antiguos cabecillas del PCE, anarquistas sin lugar en esta tierra, represaliados de toda condición, soñadores sin causa o delincuentes que habían encontrado en las partidas un refugio a la acción de la justicia.

Yo solía ir a la cantina del Sordo todas las mañanas a tomarme mi copita de coñac y pasar a limpio las cartas que escribía para las gentes del pueblo, mi único oficio entonces o mi única forma de subsistir. Con el hijo del Sordo hablaba de la guerra y de cómo nos habían dado por culo tres años seguidos los que finalmente ganaron y ahora nos tenían derrotados y en silencio. El Sordo había muerto dos años antes pero aún su sombra continuaba presidiendo aquella cantina de mala muerte que acogía cada semana a los fantasmas que bajaban del monte en busca de noticias y nuevas formas de resistencia. Algún día muchos de esos hombres serán una leyenda reprimida que pocos o ninguno se atreverá a contar, y quizá yo mismo forme parte de ella, yo o lo que queda de mí, no lo que hice durante siete años sino lo que he hecho en estas semanas movido por el asco y el cansancio, no yo con mi nombre y mi apellido sino este otro nombre que llevo como una cicatriz desde hace siete años y  que se ha adherido a mi piel como los tatuajes y las manchas que me ha dejado la intemperie.

Como necesitaban a un hombre que supiera unir palabras con sentido sobre un papel, me tomaron como colaborador y yo acepté de nuevo participar en esta lucha porque era mejor seguir del lado de los que siempre pierden que sufrir a diario y sin perdón el castigo de la sospecha no siendo culpable. Ya que debía pagar la culpa de andar metido en intrigas, al menos que esas intrigas fuesen verdad y sirvieran para algo, aunque solo fuese para el insomnio y los quebraderos de cabeza del alcalde y del comandante de la guardia civil.

Durante dos años pude permanecer en el pueblo realizando labores de apoyo. Proporcionaba suministros regularmente, informaba de los movimientos de los civiles y servía de contacto con los cabecillas del Partido en el exilio. Fue la ley de fugas la que echó por tierra esta situación y la que me obligó a echarme al monte.

Si lo que pretendían era romper la unión entre el pueblo y la guerrilla, doy fe de que lo han conseguido los muy hijos de puta. La represión, la vieja amante bastarda del poder, fue de nuevo la que pulió a conciencia el aguante y la paciencia de quienes decidieron quedarse allí abajo. Quizá creyeron que quedaba todavía un modo de salvarse.

Muchos no se dan cuenta y resisten solo porque eso es lo único que les queda. No tienen otra vida que vivir y se acostumbraron a correr y esconderse y no creo que supieran hacer ya otra cosa. Siguen aguantando sin pararse a pensar en las consecuencias de esa resistencia, en lo podrida que está ya esta lucha, en la desolación de las gentes del pueblo.

Desde hace varios años solo el invierno nos proporciona un alivio duradero. Esperamos el invierno como quien aguarda la llegada de un pariente lejano que le confirme que las  cosas cambiarán un día. El frío y las dificultades que nos trae la nieve nos aísla de todo, pero también nos salva. En ese descanso de unos meses es cuando he visto con claridad lo deshechos y cansados que estamos, lo romo de nuestra capacidad de lucha y de cambio. Nosotros íbamos a restablecer el orden natural de las cosas. Íbamos a transformar el mundo con nuestra lucha. La tierra sería al fin para quien la trabajara. Las viejas frases  son ya solo consuelo y respuesta. Algunas veces una broma de mal gusto. Otras, una pregunta mal intencionada. Una réplica, una riña, un remedo de promesa. Nunca una ilusión.

La bajada al pueblo es la confirmación de nuestra derrota inevitable. Imposible mantener la fe ante aquellos rostros condenados a penar la audacia de nuestros pasados sueños. En las caras de quienes decidieron quedarse y sufrir en silencio y sin molestar la pérdida de sus antiguas convicciones, ahora sólo veo la repulsiva forma que dejó en ellos la represión y el miedo. Bocas silenciadas que ni se atreven ya a delatarnos, indiferentes ante el espectáculo de nuestra miseria y nuestra ambición. Miradas que tensan su reproche y nos recuerdan en voz baja a cada uno de sus muertos. Cuerpos gastados que nos culpan sin palabras por alargarles una guerra que para ellos terminó hace muchos años.

Llevo un rato tratando de seleccionar las anécdotas que ilustren o justifiquen mi deserción. Porque esto que yo he hecho no es una vulgar falacia. Es otro malentendido. Como todo lo que nos ha tocado vivir. La camaradería, la resistencia, mi amistad con Bienvenido, la muerte de Peñaranda hace ya dos años, qué increíble cómo pasa el tiempo, todas las cartas que les he ido escribiendo uno a uno a todos para que mintieran a la familia, a una novia, a ellos mismos. La propia lucha es un malentendido. Desde muchos años atrás hemos construido para nosotros un refugio donde no cabían los que nos esperaban en el pueblo. Ellos no lo saben, pero sólo fueron personajes sin guión que aguardaron un año y otro a formar parte de alguna representación que nunca se va a interpretar, arrastran sus papeles sin fe ni coraje y no esperan ya nada, ni siquiera la carta mentirosa que les recuerde a un fantasma que murió hace años. Sólo viven, y ese vivir inmóvil, al día, borrando cada mañana las huellas de la noche anterior, me advierte, desde la oscuridad de este refugio, que también es posible vivir sin esperanza ni memoria.

Si bajo al pueblo y hablo con Famara, ya no es más aquella Famara que aguardaba la carta del hijo del sordo que yo escribía por las tardes después de que los dos nos echamos al monte. Si me acerco a la huerta de Paco para recordar con su mujer aquellos días en los que todos decidimos ocultarle la muerte del hijo, solo encuentro ya a dos fantasmas que lo olvidaron todo hace meses y solo esperan el mazazo definitivo que les borre de la cara esa mirada llena de sueño. Solo quedan las mujeres y los niños cebando su rencor hacia nosotros por  haberlos condenado a penar un castigo que no habían buscado. Nadie mejor que ellas entiende la sudorosa magnitud de nuestra derrota. Ahora que todos sueñan con la posibilidad de escapar a Francia, las caras endurecidas de estas mujeres que sufrieron a solas la condena de estar preñadas algún invierno, me golpean la conciencia y me llaman traidor y cobarde por no haber sabido aceptar a tiempo que el mundo que habíamos deseado no era posible y tocaba perder. Hemos estado luchando contra nosotros mismos y es justo que hasta la gente del pueblo nos haya olvidado. La sombra de lo que ocurrió en Arrancapinos cubre con su velo hediondo cada una de nuestras hazañas, y ya todos nuestros esfuerzos nacen muertos y sin fe, vencidos por el miedo a otra represión que se cebe con quienes no tomaron parte en esta lucha sin futuro.

Desde que la guardia civil se echó al monte y montó sus contrapartidas, ya nadie confía en nadie y todos buscan un salvoconducto que lo aleje de esta tierra para soñar que se ha alcanzado una mínima victoria. En ese absurdo acaba esta guerra que nadie sabe quién prolongó y para qué. Tampoco nadie se atreve a preguntarlo. Queríamos libertades pero todos cumplimos órdenes. Queríamos igualdad pero nadie se atreve a contrariar a quienes se alzaron con la voz de mando.

La traición es una debilidad del alma. Por eso entiendo que en estos últimos meses haya habido tantas deserciones. Pero el mundo este, el que nos ha tocado padecer, el de aquí arriba y el de abajo, el que continúa igual a sí mismo indiferente a nuestra existencia y que yo dejé de vivir en mil novecientos treinta y seis, no sufrirá mi traición y permanecerá irresponsable y olvidadizo, siempre al margen de lo que he sido, sin importarle si me hizo feliz o desdichado.

Mi último arreglo no es muy diferente a todos los planeados con Andrés, Rodolfo o Jalisco. Solo cambiaron el escenario y los actores. Todo igual. Pierden otra vez los mismos. Es justo que se hable de nosotros en pasado.

En alguna ocasión traté con el alcalde y a solas algún negocio que a él y a nosotros nos incumbía o solo nos interesaba. Los otros no estaban para charlas y acuerdos, se ponían nerviosos con las negociaciones, así que me dejaban a mí, que yo hablara, que yo decidiese. Durante años y a escondidas aquel hombre y yo compartimos una botella de coñac que ahogara el frío y la dureza de este tiempo y trajera un simulacro de solución a nuestra lucha. Poca cosa: un intercambio de botellas de orujo, un alto el fuego necesario después de varios días de tiroteo y acoso, el perdón de alguno que se refugió más de lo debido en casa de Paulina la boticaria sin saber que ese día estaba reservado al desahogo de los falangistas del pueblo, la entrega o canje de algún marqués al que sorprendimos con el batín puesto y arreglando desde su despacho el reparto equitativo del racionamiento. No es un hombre inflexible. Está cansado, como todos, de esta guerra en la que se sabe del bando vencedor. Por eso le asquea que se prolongue innecesariamente. No es un fanático del orden. Alguna vez propuso pactar una solución pacífica.

-Mire usted, yo le comprendo. No es fácil aceptar lo que ha ocurrido en este país. Pero entiéndame. Yo estoy presionado por las autoridades de Madrid. Ustedes molestan y además no van a ninguna parte. Si ustedes quisieran yo podría arreglar una salida cómoda. A los cabecillas, por supuesto. Francia está ahí al lado, a un paso como quien dice. Sin ustedes el resto de los hombres no harían nada. ¿Entiende? Si ustedes quisieran esto se acababa mañana, aquí y en otros sitios.

Yo iba allí como portavoz de la resistencia a tratar con el enemigo y encontraba en las palabras de aquel hombre un entendimiento que nunca hallé en las palabras embrutecidas de los hombres del monte, sumidos en una inercia confusa donde solo laten todavía las consignas apagadas de los años de la guerra que hoy no aportan ya nada. Ni siquiera una esperanza.

-A mí también me mataron un hijo en el frente, sabe usted. Me lo mataron ustedes y en Talavera dos días antes de que cayera Madrid. Ya habían perdido, y lo sabían, pero seguían empeñados en defender unas canciones, una bandera, un país que no era solo de ustedes.

Yo iba allí con mis argumentos deshechos, con mi resistencia al límite, harto de todo, suponiendo que me iba a encontrar con un fascista digno de un balazo en la cabeza, un asesino que nos había robado una libertad que nunca he conocido. Pero allí delante de mí solo había un viejo cansado al que le habían matado un hijo en la guerra.

-Mire usted, yo solo quiero que esto se acabe, y que ustedes acepten que esta guerra se acabó hace años y que ustedes lo perdieron todo. Que se vayan a robar gallinas y a vivir libres a Francia, o a América, o a donde ustedes quieran, pero aquí no si eso supone un quebradero de cabeza y tener a la guardia civil invadiéndome el pueblo porque ustedes existen.

 Otras veces nos olvidábamos de lo que me había llevado allí y hablábamos de los años anteriores a la guerra, apurando la botella durante horas, toda la noche, recordando la vida que se hacía en el pueblo antes de todo, en un tiempo que parece muy lejano cuando se recuerda.

Sabe usted, yo ya fui alcalde de este pueblo durante los años de la república. Y aquí abajo, en el bar del Lucio, nos reuníamos en una mesa los potentados del pueblo, que entonces éramos el alcalde, el maestro, el cura y el médico, que se pasaba dos veces por semana para darle las recetas al boticario, además de don Cosme cuando estaba de vacaciones y el teniente de la guardia civil que venía algunas veces. Entonces solo había un teniente y ni siquiera cuartel. Como pasa en esas películas americanas que ahora nos pone el hijo del Lucio en el bar algunas tardes, también nosotros hablábamos de política y todavía no sabíamos que se estaban fraguando tantos odios en el país y en el pueblo, que es como un país pero en pequeñito. Pues fíjese cómo son las cosas, cuando empezó la guerra resultó que cada cual pertenecía a un bando. No pregunté quién fue, pero alguien decidió que los que antes eran sólo unos amigos que se reunían alrededor de una mesa para charlar un rato por las tardes y arreglar el mundo, ahora fuesen enemigos irreconciliables que debían matarse los unos a los otros porque sus intereses estaban enfrentados. Así de simple y así de absurdo. Este es el modo que yo tengo de resumir esa guerra que duró tres años y que ahora ustedes están empeñados en hacérnosla durar un poquito más porque no tienen donde caerse muertos. Y no se lo va a creer, pero al cura lo mataron unos y al maestro de escuela lo mataron los otros. Así que no venga a convencerme de nada porque yo también estuve aquí y lo vi todo.

Sentado en un cómodo sillón de piel, el alcalde me iba contando su versión de los hechos y yo no podía distinguir si aquella fatiga del hombre era la decadencia de sus cualidades o si todo respondía a un mismo modo de enfrentar los reveses de las circunstancias. No podía saber si en su juventud aquel hombre vencido habría sacudido con mayor violencia nuestra permanencia en el monte. Me intrigaba saber a cuántos hombres habría matado con sus propias manos, a cuántos inocentes habría condenado a garrote solo para eternizarse en su cómodo sillón de alcalde de pueblo. Cinismo o derrota. Desprecio por las libertades y la vida de la gente o la sucia conciencia que deja en los que sobreviven los horrores de una guerra civil.

Estaba claro que poco o nada le importaban nuestras reivindicaciones. No se paraba a pensar si el estado actual de las cosas era el justo o el más conveniente. Con disgusto, con pesar, con la lenta resolución que impone la vejez en un cuerpo, aceptaba la solución que el destino o la constancia de los hombres ha traído a este lugar.

-¿Quién le dice a usted que esta no es la mejor propuesta? ¿Qué garantía tenemos de que los otros solo traían debajo de la cartera más libertad y más oportunidades para todos? Un mundo mejor, ¿no es eso? A costa de todos los siglos que llevamos vividos, verdad, a costa de volar toda esta basura. ¿Usted cree de verdad que con escombros y el rencor de quienes no aceptan se puede hacer algo bueno?

No era en realidad un verdadero diálogo. Era solo el monólogo por turnos de dos hombres amargados. Tratábamos las grandes cuestiones sin ni siquiera intentar salvar nuestras pequeñas diferencias, solo que él me llevaba unos veinte años de ventaja y  jugaba con mejores cartas su partida. Al final, cuando por fin las descubría después de varias horas de alcohol y tabaco su comentario era el mismo, y yo sabía, siempre, que no podía irle a Rodolfo con aquello, que aquella no era la solución.

-Eso es lo que hay.

Siempre las mismas palabras. Siempre el mismo ademán que invitaba a marcharse. Práctico, irreductible, seguro, en su paciencia incuestionable, de que los hombres no aceptarían aquella propuesta. Quizá dudando si yo llegaría a pronunciar el irremediable sí alguna vez.

-¿Se da usted cuenta de lo irónico del asunto? Los cabecillas, los jefes, los culpables de la situación, tienen todavía, y siempre, una oportunidad. Ya le dije que podemos arreglar una salida discreta. Sin embargo el futuro de los otros lo dejamos a la suerte. Que ella decida por ellos. Pero usted sabe, usted es un hombre listo y culto que comprende y se da cuenta, yo tengo aquí a un comandante de la guardia civil al que me veo en la obligación de convertir en un héroe.

Yo salía de aquella habitación acosado por las dudas y los errores. Maldecía la suerte de haber tenido que vivir una época tan propicia para creer en tantas cosas. De vuelta al campamento me inventaba los argumentos que le expondría a Rodolfo, consciente de que no era posible la verdad, que esa verdad dicha  por mi boca podía ser malinterpretada. Junto con las nuevas palabras me inventaba un nuevo alcalde que se volvía más odioso y ruin conforme se sucedían los encuentros.

Los hombres comenzaban a estar inquietos. Se sucedían las discusiones por los asuntos más nimios. Se repetían, con una violencia renovada, las antiguas disputas. Con cada insulto volvían las pequeñas traiciones, la sospecha y el miedo al otro, que se iba convirtiendo en un traidor en potencia, en un chivato posible. Hacía tiempo que sabíamos que algunos civiles se habían echado al monte y acechaban esperando un desliz. Llegamos a saber que en Cantabria se infiltraron en algunos grupos y que varios campamentos cayeron a las dos semanas. Cualquier nuevo contacto era una sospecha. El monte había dejado de ser ese lugar seguro en el que nos refugiábamos esperando el invierno desde hacía tantos años. Un día fue una palabra que lo decía todo. Ahora es solo un penal que disfraza nuestro encierro.

Los escasos contactos que tuvimos en los últimos meses con el Partido nos invitaban a resistir. Pero nosotros sabíamos que esa resistencia no era posible, que nos habían olvidado, que urgía la retirada, que solo era posible la huida, que éramos animales acorralados, una presa fácil, el trofeo del ganador a punto.

No quieren reconocerlo, pero hace mucho que fuimos abandonados por la mano de Dios. Hasta la guerra en Europa terminó hace ya años y aquí hemos seguido nosotros peleando, dejando pasar los meses y la ocasión de rehacer nuestras vidas, aprendiendo a mirar con lentitud y esfuerzo un mundo del que hemos sido privados. Nos hemos ido suicidando cada día y ni siquiera ha de quedar nadie con la firmeza suficiente para recordarnos.

Si he vuelto una vez más a ver al alcalde no ha sido por debilidad o cobardía, sino por acabar del todo, por aceptar al fin lo que me he negado a admitir durante años y mirarlo de frente. No me importan ya las consecuencias de mis actos, las muertes que pueden acarrear mis palabras y todas las revelaciones que le he hecho esta tarde al alcalde, cuando mañana se vean sorprendidos en el campamento. Ya nadie es inocente.

Otra vez en su despacho, el alcalde y yo volvimos a reconocer que no hay que amar demasiado la vida. Con las palabras de siempre nuevamente renovadas volvimos a repasar la diversidad de los destinos humanos. Fumando y bebiendo hasta que la fatiga y el asco al alcohol y la nicotina nos aflojaron el ánimo, entendimos de nuevo que él y yo solo éramos los instrumentos sin punta de un azar implacable. Que no había estado y no iba a estar en nuestra mano salvar al mundo de la codicia de los hombres. Que todo iba a seguir igual, ajeno a nosotros, cuando ya no estuviéramos sobre esta tierra. Que aquí no gana nadie. Que la delación y el miedo pueden servir tanto o más que el crimen y la lucha para seguir viviendo, y que no importa el nombre que llevemos o adónde nos conduzcan nuestros pasos si atrás solo dejamos un montón de muertos.

-No se atormente usted más, la traición solo es una debilidad del alma -me dijo ya en la puerta, entregándome los papeles que hacía meses que tenía preparados con mi nombre real, no este otro que he llevado los últimos años y que mañana abandonaré para iniciar una nueva vida lejos de aquí. El viejo sabía. Intuía o inventó para mí esta solución definitiva. Sabía que algún día iría a su despacho a recoger esos salvoconductos para cruzar la frontera de Francia, libre ya de todo, dueño de un secreto que ha de morir conmigo aunque llegue a contarlo mil veces y de mil modos distintos y a voces como se cuenta un recuerdo o se inventa una mentira.

He pasado esta noche escondido en este boquete porque quiero así despedirme  de cada uno de mis fantasmas. No me apena lo que va a ocurrir. No me duele. No he renunciado a trece años de vida para dejar que los remordimientos vuelvan a mancharme con su terca conquista. Las primeras luces de la mañana estiran su pereza y me devuelven la perdida confianza. Es el invierno del cuarenta y nueve. Se dice pronto. Bastan unas pocas palabras para comprender la implacable rigidez de nuestro fracaso. Es el invierno del cuarenta y nueve. Vendrá la mañana y me verá indefenso.


Recomendación Web: Aunque no me pidieron permiso para incluir mi cuento en su web, me alegra saber que La bondad del invierno también figura en una interesante página dedicada al Maquis. Al menos tuvieron la deferencia de mencionar el nombre del autor y el premio obtenido con el cuento, que ya es de agradecer.

Si te interesa saber algo más sobre los maquis, no dejes de visitar esta página:

De huidos y maquis


Imagen destacada: Grafiti en un muro de Sallent de Llobregat, rememorando a los maquis españoles.