AGUSTÍN CELIS SÁNCHEZ

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INTRODUCCIÓN

 ¿QUÉ ENTENDEMOS POR SERES FANTÁSTICOS?

 En la Edad Media eran frecuentes los Bestiarios, unos tratados en prosa o en verso que contenían la descripción de animales reales o imaginarios. Estos bestiarios recogían seres procedentes en su mayoría de la mitología clásica, a los que cargaban de simbolismo moral y religioso. El Basilisco, el Grifo, la Mantícora, el Ave Fénix, el Unicornio y la Anfisbena son algunos de los seres más repetidos en los antiguos bestiarios medievales, y que en más de una ocasión se utilizaron para explicar el enfrentamiento del Bien y del Mal en el mundo.

Como su propio nombre indica, un ser fantástico es aquel que no tiene realidad más allá de la imaginación, que es fruto de la fantasía o producto de una invención. Lo difícil es distinguir los límites entre la realidad y la ficción, porque cabría plantearse, ¿sólo existe lo que captamos por los sentidos? ¿Cómo explicamos algunos hechos sorprendentes como oír que nos llaman por nuestro nombre o que somos observados en el bosque? ¿Nunca le ha pasado que recuerda perfectamente haber dejado un objeto en un lugar, haber ido a por él y no haberlo encontrado? ¿Me dirá también que nunca ha escuchado unos ruidos en la otra parte de la casa cuando se encontraba solo? ¿Nunca ha sentido miedo o es que todavía cree que la razón lo explica todo?

Estamos en una sociedad descreída y racional: las religiones pasan de moda, las viejas creencias son ridiculizadas y la ciencia se alza como la gran verdad del hombre moderno, pero, ¿está usted seguro de todo lo que le dicen? ¿No es cierto que le parece absurdo pensar que unos gigantes cogieron unas enormes piedras y crearon con ellas las montañas? Ciertamente lo es, o lo parece, pero, ¿le es más real la explicación de la teoría del Big Bang? ¿Realmente piensa que el mundo es tal como le han contado?

Con nuestro bestiario pretendemos acercar al lector a una serie de criaturas que no están presentes en nuestra vida cotidiana. Por sus características, la razón nos hace pensar que realmente no existen, que son fruto de la ficción, del miedo o un engaño de los sentidos. La verdad es que miles de personas han creído en muchos de los seres que vamos a explicar a continuación, y que muchos de ellos tienen más de dos mil años de antigüedad. Más sorprendente nos resulta encontrar el grabado de un unicornio en la cueva de Lascaux, al suroeste de Francia, junto a otros grabados paleolíticos, cuando estos hombres fundamentalmente representaban lo que veían.

Nosotros no entraremos a juzgar la veracidad de lo que nos han contado otras culturas, nos bastará con decir que hubo quien creyó en ello. Esta postura nos lleva a hablar de los seres fantásticos como seres de apariencia irreal, de naturaleza no captable por los sentidos, probablemente mágicos o inventados. Lo que nunca haremos será infravalorar otras culturas, creernos en posesión de la verdad o afirmar que los seres fantásticos sólo existen en nuestra fantasía, porque, ¿es posible que algunos de estos seres hayan existido y que perecieran como los antiguos dinosaurios?

SERES ELEMENTALES, MONSTRUOS, HÉROES Y SUPERHÉROES

 En un bestiario de seres fantásticos podría tener cabida cualquier criatura creada desde la imaginación, pero si hubiéramos escogido ese criterio para nuestro libro, serían miles las páginas que habríamos rellenado con ellos. Seres como los Gremlims, Godzilla, King Kong, Shrek y Fiona, Timón y Pumba, y otros tantos surgidos de la imaginación de un director o de un productor exigirían su lugar en nuestro libro. Pero nosotros no queríamos un bestiario únicamente de seres imaginarios, sino que buscábamos criaturas que hubieran tenido una tradición o cierta importancia en la historia de los hombres.

La mayoría de los seres fantásticos que una vez existieron, aunque sólo sea en la imaginación de su autor, podrían encuadrarse en uno de estos cuatro grandes grupos, a saber: seres elementales, monstruos, héroes y superhéroes. Obviamente hay algunos que escapan de esta clasificación, mientras que otros podrían incluirse en varios grupos. Éste es el riesgo de simplificar la realidad. No obstante, la mantendremos por ser la más acertada que hemos encontrado.

Los seres elementales son los espíritus o criaturas de la naturaleza, seres muy apegados a ella desde su nacimiento y que suelen pertenecer a uno de los cuatro elementos: Tierra, Agua, Fuego y Aire. Creían los antiguos que en la naturaleza había cuatro seres hechos exclusivamente de un único elemento: los gnomos de la tierra, las ondinas y las nereidas del agua, las salamandras del fuego y los silfos del aire. A éstos se les llamó “elementales puros” y eran una excepción de la naturaleza, pues los hombres y todos los demás seres estaban creados por la combinación de estos elementos. Esta creencia estaba basada en las teorías de los filósofos Empédocles y Anaxágoras, que allá por el siglo V a. de C. afirmaron que todas las cosas estaban compuestas por la combinación de estos cuatro elementos irreductibles.

Pero poco a poco el tiempo fue pasando y la teoría de los cuatro elementos fue cayendo progresivamente en el descrédito. Casi nadie afirmaba ya que había cuatro seres hechos de un único elemento, pero sí que había otros seres pululando por la naturaleza y que parecían estar asociados a uno, como las hadas, las  ninfas, los elfos, los drows, los gnomos, los enanos, los duendes, los pucks, los trasgos, los orcos, los trolls, ..., que se encontraban en la Tierra; o los espíritus de las fuentes, las sirenas, las nereidas, las nixes, las selkies y los merrows, que aparecían en las aguas; o las salamandras, los fuegos fatuos, las limníades y los dedos de luz más propios del fuego; o los silfos, las sílfides, los Folletti, el Ventolín y los Alven del aire.

El conocimiento que tienen estos seres de la naturaleza es muy superior al que tiene el hombre, pues en ella viven y de ella aprenden. Los elementales conocen las propiedades mágicas de las plantas, hablan la lengua de los animales y de los árboles, escuchan los mensajes que transporta el aire y reconocen cada piedrecita del camino o cada gota de agua de un río. A los elementales es imposible engañarlos, pues en sus muchos siglos de convivencia con la naturaleza han aprendido los secretos del mundo, el lenguaje de las miradas y la importancia del silencio.

Otro gran grupo de seres fantásticos lo forman los monstruos, criaturas deformes y en su mayoría gigantescas y peligrosas, que son y han sido perseguidas con la intención de darles muerte. La mayoría de los seres procedentes de la mitología clásica, así como las nuevas y terroríficas bestias del cine y de la literatura de ficción, responden a la definición de “monstruo”, ser fantástico que provoca espanto. Bestias como el gigante Tifón, la serpiente Equidna, el Grifo y el Hipogrifo, el Can Cerbero, el Minotauro, los Cíclopes, los Titanes, los Hecantóquiros, los Telquines, la serpiente Pitón del Delfos, la Mantícora y el Centauro proceden de la mitología, mientras que otras como las Momias, los Vampiros, el Hombre Lobo, King Kong, Godzilla, Frankenstein o el Ghoul son más propios de la creaciones de ficción.

Otra raza de seres imaginarios son los héroes, hombres de naturaleza sobrehumana o semidioses que se enfrentaron a los monstruos en el principio de los tiempos y fueron acabando con ellos. Hay que aclarar que no estamos usando la palabra “héroe” en su sentido habitual, es decir, que no aludimos con ella a una persona famosa por sus hazañas o que lleva a cabo una acción heroica, sino en el sentido que le dio Platón en su Cratilo, cuando define a los héroes como seres “nacidos de los amores de un dios y una mortal o de un mortal y una diosa”, es decir, como semidioses.

Los héroes, junto a los dioses, tenían la función en la Antigua Grecia de restablecer el orden del mundo que los monstruos habían roto. El famoso Aquiles de la Ilíada, al que hoy le ponemos la cara de Brad Pitt gracias a la superproducción americana Troya; el esforzado Heracles de la mitología griega (Hércules para los romanos); el conocidísimo Edipo, que cometió el crimen de matar a su padre; o el viajero Ulises, protagonista de la Odisea, son algunos de los héroes más renombrados y conocidos universalmente.

Para ser considerados tales, además de su naturaleza semidivina, los héroes debían acreditar la muerte de al menos un monstruo, como Heracles, que exterminó al León de Nemea y a la Hidra de Lerna, o como Edipo, que venció a la sanguinaria Esfinge que devoraba a los viajeros que no resolvían su enigma. Este prototipo de ser que vence, mata o somete a un monstruo es el que se ha extendido con el nombre de héroe.

Pero la imaginación del ser humano ha dado un paso más en la creación de seres fantásticos y ha ideado unas criaturas exclusivamente de ficción, los llamados “superhéroes”, seres con naturaleza humana, o aparentemente humana, pero con unas capacidades sobrenaturales. Nos referimos a personajes como Superman, Spiderman, Batman, Daredevil, los X-Men y su enemigo el profesor Magneto, Catwoman, el increíble Hulk, el Capitán América o Flash Gordon, todos ellos personajes de ficción, que han surgido en su mayoría del cómic y que el cine ha aprovechado su tirón para contarnos su historia y embolsarse algunos millones de dólares.

Caracteriza a los superhéroes su voluntad de ser salvadores del mundo, su lucha al margen de la ley contra enemigos temibles que ponen en peligro la seguridad de los hombres. En cierta manera se puede establecer un correlato entre los superhéroes del cómic y los héroes de la mitología clásica, incluso podríamos afirmar que los superhéroes son los héroes del hombre moderno.

A estos personajes los reconocemos por su vestuario, una especie de uniforme de colores llamativos y muy ajustado, que marca la transición del hombre normal al superhéroe. De entre todos ellos, Superman es el superhéroe por excelencia, pues es el único que no necesita de su traje para tener superpoderes. La explicación está en que el resto de los superhéroes fueron originariamente hombres y mujeres normales que, por un acto fortuito, normalmente traumático, pasaron a poseer poderes sobrenaturales, mientras que Superman tiene sus superpoderes desde el momento en que nació, pues no es un ser oriundo de la Tierra, sino el último superviviente del planeta Criptón.

Aunque la mitología, el folclore, la religión, la literatura y el cine nos han suministrado cientos de seres de naturaleza fantástica, nosotros sólo nos quedaremos con aquellos que han tenido una larga tradición o cierto peso en nuestra cultura. No nos detendremos en los héroes clásicos, porque al fin y cabo son hombres con cualidades especiales; más interesantes nos resultan los monstruos a los que aniquilan. Tampoco le dedicaremos un espacio en nuestro bestiario a los superhéroes del cómic, dada su reciente creación; el nacimiento de Superman, el supérheroe más antiguo, data de 1938, cuando apareció por primera vez en el primer número de la revista Action Comics.

 

LA NECESIDAD DEL HOMBRE POR CREAR MITOS

El hombre moderno sigue teniendo las mismas incertidumbres que asediaron a sus antepasados, las mismas preocupaciones y hasta los mismos miedos, pero ahora cree no tener la necesidad de recurrir al mito en busca de una explicación. Ahora prefiere buscar soluciones en otros lugares. Las nuevas ciencias parecen tener todas las respuestas a las grandes preguntas, pero se trata sólo de eso, de una apariencia, porque cuando éstas fallan o se muestran incapaces de resolver nuestros conflictos, cuando no convencen o exigen del hombre un acto de fe en ellas, vuelven las antiguas creencias: la brujería, la superstición, la astrología, la magia o el misticismo, renovadas ahora o simplemente adaptadas a los nuevos tiempos. Nos mostramos escépticos con lo que creyeron nuestros antepasados, cuyos mitos y leyendas nos resultan ingenuos y hasta infantiles. Quizá pensamos que eran demasiado crédulos, que se dejaron seducir por la voz de los oráculos. Pensamos, por ejemplo: ¿cómo podían creer estos hombres y mujeres en las Sirenas, en el Fénix o en la existencia de los Dragones, en el poder benefactor de los Espíritus de los Árboles o en los Genios de una lámpara maravillosa? Y una sonrisa nos ilumina la cara y nos sentimos realmente superiores por haber superado ya esa etapa primitiva de la humanidad. Y sin embargo, basta con echar un vistazo a nuestro alrededor para comprobar cómo renacen los profetas, los gurús de inspiración semirreligiosa y los intérpretes de las energías sutiles, el tarot egipcio, la meditación sobre los chakras, el chamanismo siberiano, los encuentros con el Ángel o la visión a través del Tercer Ojo.

Sin duda ha habido una sustitución en los objetos de nuestras creencias, pero seguimos siendo grandes buscadores de respuestas y muy buenos creyentes. Nuestro deseo de trascendencia no tiene límites, y en esto juega un factor nada despreciable nuestra fantasía y nuestros ensueños.

Entre las cuestiones de las que se ocupaban los antiguos mitos estaban las desdichas, la crueldad del ser humano, el amor y la muerte, las guerras, el destino, el azar, las traiciones de que son objeto los hombres, la búsqueda de una vida mejor, la locura, la autoridad y las relaciones de poder con sus servidumbres y beneficios, el enfrentamiento generacional, la juventud y la vejez, el éxito y los fracasos, las relaciones familiares y en general todo aquello que preocupó alguna vez a los hombres. Y para cada uno de estos temas había no una, sino cien historias, susceptibles de multiplicarse hasta el infinito. Y cada historia era una explicación y un ejemplo.

Desde el principio, los mitos y las leyendas convivieron con la razón y con la historia, y sus relaciones fueron conflictivas. La palabra “mito” procede del vocablo griego muqos (mýthos), que significaba “discurso”. Sin embargo, los griegos disponían de otra palabra con el mismo significado, que era el vocablo lógos (logos), al que se relacionaba con la racionalidad y la escritura, por lo que, poco a poco, se modificó el significado de “mito” y pasó a emplearse para designar a los “relatos ficticios”, irracionales o simplemente orales. Y de este modo se llegó a establecer la distinción entre las “creencias míticas”, fundamentadas en una tradición popular, y las “creencias lógicas”, basadas en la Historia y la Ciencia. Se cree que fue Heródoto, allá por el siglo V a. de C., quien formuló por primera vez la noción de historia, distinguiendo entre la narración fabulosa, encarnada en el “mito”, y la narración veraz, expresada en el “logos”.

Básicamente, de esta dicotomía derivan todas las teorías posteriores, con mil añadidos, sugerencias, ampliaciones, distorsiones y reinterpretaciones psicoanalíticas, estructuralistas, antropológicas, funcionalistas, simbolistas y un largo etcétera que no creemos necesario comentar aquí.

En definitiva: la mitología frente a la llamada Historia, la ficción frente a la realidad, la fantasía contra la razón. Pero en nuestro norte ético, en nuestra cultura milenaria, tanto peso tienen las primeras como las segundas, o incluso más. Si de lo que se trata es de encontrar explicaciones y respuestas que nos sirvan de muletas para sobrellevar nuestra incomprensión del mundo, cabría hacerse la siguiente pregunta: ¿de verdad expresan mejor la realidad de los hombres la llamada Razón o la llamada Historia que la Mitología o la Fantasía. Nosotros, sinceramente, creemos que no, y vamos a defender nuestra postura con varios ejemplos:

Imaginemos el naufragio de un barco y toda su tripulación en el Estrecho de Messina, entre Italia y Sicilia, y pensemos en dos posibilidades; la más veraz, una tormenta o cualquier otro fenómeno natural que da a pique con la nave; y la más increíble y fabulosa, dos espeluznantes monstruos que por allí actúan y a los que en la época clásica conocían como Escila y Caribdis. ¿Acaso es menos creíble dicho naufragio si lo achacamos a las bestias que si lo atribuimos a la tormenta? ¿Puede ser menos doloroso o más comprensible para los familiares de los fallecidos? ¿Es más real la muerte de esos hombres de una forma que de la otra?

Pensemos en la ciudad de Troya. Durante siglos fue considerada una leyenda, y miles de hombres que alguna vez la imaginaron gracias a los mitos murieron pensando que nunca existió. Sin embargo, en 1870 el arqueólogo Heinrich Schliemann inició las excavaciones que acabarían desenterrando la verdad. Los trabajos duraron décadas y hoy por hoy nadie duda de que uno de los asentamientos que descubrió Schliemann era realmente la Troya de la que nos habló Homero. Ahora bien, ¿de verdad podemos decir que conocemos mejor la ciudad de Troya a partir de los descubrimientos arqueológicos que a través de la Ilíada de Homero, con todos sus dioses y todos sus seres fantásticos incluidos? Y aún más, ¿alguien puede creer que nos ha enriquecido más tal hallazgo que la inmortal obra literaria? Y en cuanto a los hombres que allí vivieron y murieron, ¿de verdad nos los presentó Schliemann?

Pero hablemos del Minotauro, una monstruosa criatura legendaria mitad hombre mitad toro, que vivió en la ciudad de Creta en tiempos del mítico rey Minos. Sabemos que en la época minoica, en la isla de Creta se practicaban sacrificios humanos rituales y fiestas en honor del toro, que era un animal venerado por su hermoso porte. Y ahora hagámonos la siguiente pregunta: ¿de verdad varía tanto nuestro conocimiento de este hecho si lo explicamos a partir del mito del Minotauro, al que la ciudad de Atenas ofrecía como tributo cada año siete muchachos y siete muchachas para que él los devorara?

Por último, la Odisea de Homero. En ella aparecen muchos seres fantásticos a los que el héroe debe combatir o sortear: los cíclopes, las sirenas, Escila y Caribdis, las ninfas, los lestrigones y otros. El libro narra las aventuras y desventuras de un hombre durante su regreso al hogar después del sitio de Troya, donde ha luchado y vencido a sus enemigos. Odiseo vuelve triunfante, pero en el camino le esperan toda clase de peligros. La Odisea inaugura el género de los libros de viaje como trasunto de la vida del hombre, de todos los hombres, porque de eso habla al fin y al cabo esta obra, y muy pocos, después de Homero, han sabido expresar tan bien como él que la vida del ser humano es una aventura llena de peligros, preocupaciones, fatigas, pérdidas y dolor, pero también de alegrías, esperanza, satisfacciones, logros y amantes. Y para ello recurre a una edad mítica, a un héroe fabuloso y a una multitud de criaturas fantásticas y de sucesos sorprendentes. Y el recurso sigue siendo tan efectivo como hace tres mil años.

La mitología, la ficción y la fantasía siguen presentes en la vida de los hombres porque éstos siguen teniendo la necesidad de crear mitos. En nuestra época no somos menos mitómanos que en épocas pasadas. Ahí están todos los superhéroes del cómic, con los que sueñan los niños, pero también las estrellas de cine y de rock and roll con los que fantasean los adultos. Personajes como Elvis Presley, Marilyn Monroe, Jim Morrison o Bob Marley no son muy distintos de los héroes de la antigüedad. Si antes los protagonistas de las historias legendarias eran los reyes, ahora lo son los jugadores de fútbol, los cantantes con éxito y los actores mejor pagados. Y en las décadas en que hacía furor el cine mudo, las actrices del celuloide eran auténticas diosas que exigían de su público la adoración más incondicional. Sin duda, han cambiado el escenario y los ornamentos, pero no la representación, y tampoco las preguntas que se hacen los hombres, ni sus querencias y preocupaciones.

 En nuestro libro hemos hablado del Hombre Invisible de H. G. Wells y de los Hombres Grises de Michael Ende como de dos fantasías contemporáneas concebidas para explicar una querencia y una preocupación, la invisibilidad y el tiempo. Quizá también debiéramos haber incluido al Super Hombre concebido por Nietzsche y a los Extraterrestres tan temidos por la humanidad.

Por desgracia, los hombres de hoy no sabremos lo que pensarán de nosotros ni de nuestras creencias los hombres del año 3000, igual que quienes confiaban en la existencia de las Valquirias, las Nereidas y las Salamandras ignoraban lo que opinaríamos nosotros de ellos y de sus ideas. Hay quienes afirman que vivimos en una época muy descreída, pero nosotros no conocemos a nadie que realmente no crea en nada, que no tenga puesta su confianza en algo o en alguien, y, en definitiva, que no se explique el mundo a partir de una serie de mitos y leyendas. Por todas partes reclaman nuestra credulidad y nosotros la cedemos gustosos; y no importa que quien exige de nosotros ese acto de fe se llame druida, sacerdote, chamán, mago, científico, gurú, político o médico de cabecera. Al fin y al cabo, y eso es lo que cuenta, existe un credo y unos creyentes.

En definitiva, siempre fueron útiles los mitos. Afortunadamente, entre vivir y soñar, no siempre elegimos la primera opción. La fantasía y la imaginación siguen siendo muy buenas muletas porque nos hacen intuir aquello que no comprendemos por medio de la razón, porque nos explican muchos de nuestros miedos y porque nos hacen más soportable la vida.
 

¿CÓMO SE CREAN LOS SERES FANTÁSTICOS?

 Cuando hablamos de seres fantásticos pensamos en criaturas que no han existido, no existen o no parecen existir, tomando siempre como punto de partida la realidad que nos rodea, es decir, no es que sepamos a ciencia cierta que estas criaturas son inverosímiles, sino que lo suponemos a partir de las características de los seres que conocemos, pero, ¿podría ocurrir que se dieran en otros lugares?

Detengámonos ahora en los seres que creemos propios de ficción, ¿tienen algún rasgo en común? ¿de qué recursos se vale la imaginación para crearlos? O lo que es lo mismo, ¿cómo se crean los seres fantásticos?

Como no podía ser de otra manera, para concebir seres diferentes a los que ahora conocemos, partimos de la propia observación de la realidad. Si lo normal es que todos dispongamos de una naturaleza física corpórea, ¿por qué desechamos la posibilidad de que vivan junto a nosotros seres de naturaleza etérea a los que no podemos ver? Éste es el mecanismo de creación de los duendes, pero, ¿nos es suficiente con esta afirmación para explicar el complejo mundo de los seres fantásticos? Pues va a ser que no. Según esto, ¿cuáles serían los recursos que se utilizan para crear seres imaginarios?

El más extendido suele ser la mezcla de dos criaturas diferentes, fenómeno que se conoce con el nombre de hibridismo. Algunos híbridos muy famosos son la sirena, mezcla de mujer y pez; el licántropo, formado por un hombre y un lobo; la esfinge, con cabeza de mujer y cuerpo de león; el minotauro, mitad hombre mitad toro; o el centauro, el hombre con cuerpo de caballo. Sin embargo, y aunque éstos son los seres más conocidos, no son los únicos que comparten esta cualidad; el basilisco, los faunos, el tengú, las harpías o las doncellas focas, entre otros, también responden a la mezcla de dos seres, incluso se dan casos de criaturas que son la mezcla de tres y de cuatro a la vez, como la mantícora, un monstruo con cuerpo de león, cola de escorpión y alas de murciélago; la quimera, una criatura con cabeza de león, cuerpo de cabra y cola de serpiente; o el nuckelavee, un ser repulsivo con cabeza de hombre, cuerpo de caballo y aletas de pez.

Otro rasgo muy común es el gigantismo o exageración, que ha dado lugar a seres tan monstruosos como el Afanc, un castor gigante; la Serpiente marina, que puede llegar a medir hasta sesenta metros de largo; el Kraken, un calamar gigantesco que puede capturar con sus brazos un barco entero; o el Ave Roc, una mítica ave que alimenta a sus polluelos con elefantes.

Con frecuencia el recurso de creación de estos seres es la multiplicación de uno de sus órganos, como es el caso de Argos, el gigante de cien ojos; el del can Cerbero, el perro de tres cabezas, o el del Hecatónquiros, los monstruos de cien brazos. Como contraposición, encontramos otros en los que el rasgo más llamativo es la ausencia de algún órgano o la falta de éste, como ocurre con el cíclope y el nuckelavee, que tienen un único ojo en su frente, o como sucede con las grayas, las tres hermanas de la mitología que compartían su único ojo y su único diente.

No debemos pensar que estos recursos se dan de modo exclusivo en cada uno de los seres, pues lo común es que aparezcan mezclados varios de ellos, sólo así puede explicarse la existencia de monstruos como la garuda, una enorme ave con cuerpo de hombre y cabeza de pájaro (hibridismo + gigantismo) o el Tifón, un ser alado, mitad hombre mitad fiera, de tamaño gigantesco, con cabezas de dragón en lugar de dedos y víboras por piernas (hibridismo + gigantismo + multiplicación de órganos).

El rasgo que domina en otros seres es la deformidad, un atributo que los convierte en criaturas temidas y despreciadas por la sociedad, como es el caso de Frankenstein, del Squonk, de los Trolls o de los Formorianos. La deformidad es un recurso que se utiliza habitualmente con la intención de infundir miedo o transmitir repulsión, aunque también es un tópico recurrente la creación de seres deformes que son víctimas de la sociedad y que son rechazados únicamente por su fealdad. Un claro ejemplo lo encontramos en el Squonk, una triste criatura desagradable a la vista, que se oculta y lamenta su suerte porque todos se ríen de él. Otros, sin embargo, son una idealización del ser humano. Pensemos en esta ocasión en las hermosas ninfas, en las sugerentes hadas o en los fascinantes elfos.

Otro grupo lo forman los “elementales”, una serie de criaturas muy apegadas a la naturaleza y que comparten el ser una recreación de los humanos, pero con unos rasgos propios y peculiares, como es el caso de los hobgoblins, trasgos, pucks, elfos y hadas, que responden al prototipo de ser humano pero de menor tamaño, con orejas puntiagudas, pies invertidos o fuerza desproporcionada. Además de esta marca que los delata como feéricos, poseen unas cualidades mágicas que los distinguen del hombre, como es su capacidad para cambiar de apariencia a su antojo, hacerse invisibles siempre que quieren, conceder deseos o adivinar el futuro.

El hombre, obviamente, parte de la realidad para crear. Es imaginativo, eso sí, pero no puede partir de la nada como si fuera un dios, de hecho, hay muchos seres de ficción que son animales reales a los que se les ha añadido un único rasgo fabuloso, éste es el caso del Burak, la yegua alada que subió a Mahoma hasta los cielos; el Unicornio, el hermoso caballo que lleva un cuerno en su frente; el Gato de Cheshire, el gato de sonrisa cínica que se volvía invisible siempre que quería; o Pegaso, el mítico caballo alado de la mitología clásica.

Y es que el ser humano tiene mucha fantasía, pero su realidad es muy limitada: no puede volverse invisible, ni volar por sus propios medios, ni dar pasos de gigante ni tener el dominio del Tengú. Sólo en su imaginación puede ser tan fuerte como el enano, tan poderoso como el genio, tan rico como el cuélebre o tan sabio como el silfo.

 

ALGUNAS DUDAS RAZONABLES

¿EXISTEN LAS CRIATURAS FANTÁSTICAS?

 La importancia que los seres humanos le concedemos a los sentidos nos impide apreciar las mil maravillas que conviven con nosotros. Esta limitación se agrava aún más en la cultura occidental, urgente y ombliguista, que ha terminado convenciéndose de que sólo existe lo que tiene el tamaño de su discernimiento. Y lo que no se ajusta a esta medida lo da como imposible, lo deja en reserva o lo deja en suspenso. Entonces surge el escepticismo, que lejos de hacerlo sabio le pone trabas a su conocimiento y lo convierte en el más anhelante de los seres que viven en la Tierra. Y al fin y al cabo, este escepticismo es siempre falso, porque el ser humano nunca se sacia y siempre anda buscando algo que le falta y que ansía encontrar. Afortunadamente, porque de otro modo seguiríamos reducidos a una condición primitiva.

    Los pueblos de cultura animista, que viven en permanente contacto con la naturaleza, parecen haber resuelto este escollo para la comprensión del mundo. Ellos le conceden un alma a todo lo que existe, incluso a los seres inorgánicos. Por supuesto, todo aquello que se mueve tiene vida, pero hasta a una piedra que se encuentre en el río le atribuyen un alma. Probablemente nunca vieron a los espíritus en los que ellos creen, pero eso no parece importarles porque viven asombrados por todo lo que existe y, como no se creen el centro del mundo, tienen la prudencia de no cuestionar la existencia de otras criaturas. Al fin y al cabo, el paso del hombre por la Tierra no es más que una simple anécdota en la historia de este planeta. Su pequeñez es tan notoria que probablemente a la piedra de aquel río, que lleva allí sumergida desde hace milenios, quizás desde antes de que aparecieran los primeros hombres, le resulten ridículos todos nuestros logros. Si es verdad lo que creen los animistas y hasta la piedra posee un alma, seguramente alguna vez se habrá preguntado: ¿será verdad que existen los hombres?

Nosotros, en cambio, nos preguntamos: ¿existen las criaturas fantásticas? Y tal vez la mejor respuesta para esta pregunta sea la misma que recibiría una piedra si pudiera cuestionarse la existencia de los hombres, si realmente pudiera tener algún interés en nosotros. La respuesta es el silencio absoluto, aunque no por ello dejemos los hombres de tener nuestra parcela de existencia.

No obstante, más interesante nos parece hacernos esta otra: ¿tiene o ha tenido interés para nosotros la existencia de los seres fantásticos? Y en este caso la afirmación es indudable. Pensemos, por ejemplo, en el mostruo de Frankenstein o en los Hombres grises, que son criaturas fantásticas totalmente ficticias, productos de la imaginación de Mary Shelley y de Michael Ende. ¿Existieron alguna vez? Por supuesto que no, pero sólo si consideramos la existencia como algo físico, palpable, comprobable por los sentidos, lo que tampoco es decir mucho. Pero si consideramos la existencia como algo más amplio, entonces sobrevienen las dudas. ¿Existió alguna vez para los hombres un monstruo al que se llamó Frankenstein? Por supuesto que existió, y no sólo eso, sino que sigue existiendo. ¿Existió realmente su creadora, Mary Shelley? Sí, sí, claro, existió, vivió en el siglo XIX y todavía es recordada por haber creado una obra literaria inmortal. ¿Existieron los millones de personas que fueron contemporáneos de ella y que no dejaron recuerdo de su paso por este mundo? Bueno, sí, existirían, de algunos quedará aún una lápida con sus nombres, pero su realidad está mucho más difuminada que la de Mary Shelley, y bastante más que la del propio monstruo. ¿De verdad son más reales todas esas personas que el monstruo de Frankenstein? Y aún más: ¿de verdad es Mary Shelley más real que la criatura que ella misma creó?

Los lakotas de norteamérica, a los que se conoce como sioux, creen en la existencia del Pájaro del Trueno, que es el causante de muchos fenómenos atmosféricos. Su cultura, como la de todos los nativos de América del Norte, es animista.  Ellos saben que las plantas tienen voces, han oído el canto de las aguas de un arroyo y las palabras que susurra el viento por la noche; han prestado atención a todos esos sonidos y han sabido escucharlos, y lo que la naturaleza les ha contado a ellos nosotros no podemos siquiera sospecharlo. Sin embargo, muy pocos han podido ver al Pájaro del Trueno, pero esto no les impide creer en su existencia. Gracias a un ritual iniciático que en otro lugar de este libro comentaremos con más detalle, los sioux tienen sueños o alucinaciones en los que se les aparecen los espíritus en los que ellos creen, y por medio de estos ritos han llegado a saber cómo son estas criaturas. ¿Nos atreveremos a negar la existencia de este fabuloso animal sólo porque nosotros no lo hayamos concebido nunca?

Algo parecido ocurre con los Espíritus de los Árboles. Actualmente se está poniendo de moda una terapia, recomendada por los naturópatas, consistente en abrazarse al tronco de un árbol en busca de consuelo y alivio en momentos de soledad o tristeza. Según parece, los beneficios de esta práctica no son nada desdeñables. Por supuesto, no se trata de un conocimiento nuevo. Los celtas ya creían en la existencia de los Espíritus de los Árboles, y en su poder de curación, aunque esta creencia estaba muy olvidada.

En cuanto a los seres feéricos del folclore, hay tal cantidad de testimonios, evidencias y argumentos que defienden su existencia, que consideramos imprudente negar  su realidad tajantemente, sobre todo sin oír antes lo que tengan que decirnos quienes tuvieron el privilegio de conocerlos. Las hadas, los duendes, los pixies, la vouivre, los korreds, las lavanderas o el cluricán han sido vistos en muchos lugares de Europa, y por esta razón protagonizan tantos relatos que siguen vigentes en la tradición popular. De todos ellos podrá saber algo más el lector curioso que siga leyendo. Sin lugar a dudas podrá entenderlos un poco mejor, y quizás, incluso, comprenda por qué ellos no pudieron verlos nunca.

Una vez más, ¿existen las llamadas Criaturas Fantásticas? Nosotros no nos atrevemos a negarlo. Es más, probablemente comparten nuestro mundo, pero, ¿dónde?
 

¿OTROS MUNDOS EN LA TIERRA?

 Se conocen muchas leyendas que testimonian la existencia de un País de las Hadas. Algunos lo sitúan en una isla del Océano Atlántico, cerca de las costas de Irlanda, y lo llaman Tir Nan Og. Otros, sin embargo, creen que está frente a las costas de Gales. En este caso se trata de una isla en la que hay muchos palacios de cristal, donde viven las hadas, y por eso la llaman La Isla de Cristal. Curiosamente, ninguna de las dos islas aparecen en los mapas, pero esto no ha impedido que muchos marineros hayan asegurado haberlas visto en numerosas ocasiones. Podríamos decir que aparecen y desaparecen, o que sólo unos pocos privilegiados tienen la oportunidad de contemplarlas. Están ahí, pero nosotros no podemos verlas. ¿Por qué?

Quienes creen a ciegas en la existencia de los seres feéricos piensan que las hadas prefieren pasar desapercibidas, y otro tanto les ocurre a los elfos, duendes, pixies y demás criaturas elementales. No conviven con el hombre porque el hombre no les gusta. No tienen nada que compartir con él. El día en el que el hombre se alejó de la naturaleza perdió el contacto con estos otros seres. Simplemente nos fuimos, y los dos mundos se separaron. Según estas teorías, existen mundos paralelos al nuestro. En este sentido, habitan en los mismos montes, en los mismos arroyos, en el mismo espacio que nosotros, pero en otro plano. Sólo en algunas ocasiones los dos planos se confunden o se encuentran, y en esos momentos sí es posible encontrarse, por ejemplo, a un korred durmiendo junto a un menhir o a un kobolde correteando por la casa. Y si visitamos un lago, seguramente veamos a una nixe danzando sobre sus aguas, y en un claro del bosque puede que asistamos a un desfile fantástico; en una playa veremos a los merrows; junto a un río, a un soberbio kelpie invitando a los hombres a subir sobre su grupa; en una cueva puede que nos topemos con un gnomo, y en la bodega de una venta con un panzudo cluricán. Pero en cuanto pase ese momento mágico dejaremos de verlos, aunque sigan estando ahí mismo. Quizá relatemos nuestra experiencia en un relato que se hará leyenda, que se convertirá en testimonio y entrará a formar parte de la tradición popular, y siempre habrá quien lo crea y quien lo dude. Esta clase de fenómenos maravillosos suelen ser habituales en la noche de San Juan, durante la cual quedan derogadas las leyes mortales, y por este motivo muchas de las leyendas que hablan de seres fantásticos ocurren en esa noche. Pero en general, los días en los que se produce un cambio de estación suelen ser los más propicios para que se den los encuentros entre los humanos y los llamados seres fantásticos.

Pero esto ocurre sólo con los elementales. Otras criaturas habitan en nuestro mismo espacio y pertenecen o han pertenecido a la fauna natural, y como otras tantas especies desaparecieron con el paso de los siglos o por la mano del hombre. Las antiguas civilizaciones sabían de la existencia de criaturas monstruosas que fueron creados en los primeros tiempos del mundo, y que tuvieron un papel fundamental en la construcción de este planeta, al que modelaron con sus propias manos. Pero estos monstruos eran tan fuertes y tan peligrosos que suponían un peligro para los hombres y hasta para los propios dioses, por lo que poco a poco fueron aniquilados. Una vez que cumplieron su función sobre la Tierra, los dioses y los hombres acabaron con ellos para instaurar un nuevo orden en el mundo, para así ser tan poderosos como lo fueron las primeras bestias.

Se conocen los nombres de muchos de estos seres: el gigante Tifón, la temible Equidna, la Hidra de Lerna, la Serpiente Pitón de Delfos, los Titanes, los Hecatónquiros, las Gorgonas, la Esfinge y otros muchos. Todos ellos fueron vencidos a su debido tiempo, pero no a todos se les consiguió dar muerte. El gigante Tifón, por ejemplo, fue reducido por Zeus, el dios supremo del Olimpo, que lo aplastó con el monte Etna, debajo del cual todavía continúa vivo, aunque ya sin fuerzas, y cuya respiración provoca que, de vez en cuando, el volcán entre en erupción.

En cambio, otros permanecen vivos y fuertes, pero alejados del mundo de los hombres, y algunos creen que dormidos. Tal es el caso del Leviatán o del Behemot, cuyo tiempo ya pasó. Pero está escrito que llegará el día en que despierten para dar testimonio de su existencia y de su poder.

Sorprendentemente, a otros “seres fantásticos” no resulta tan difícil verlos, y existen tantas pruebas de su existencia real que poco a poco se van abandonando aquellas consideraciones antiguas que los veían sólo como a criaturas imaginarias. Esto ocurre, sobre todo, con el kraken y con la serpiente marina, que después de varios siglos de incredulidad manifiesta comienzan a ser reconocidos por los zoólogos. Es verdad que todavía con ciertos remilgos, pero todo se andará.

Confiamos en poder ver algún día, en el fuego, a una salamandra que nos conceda la sabiduría; al ave Fénix volando hacia Heliópolis con el nido que le sirvió de cuna y de sepultura; a una vouivre bañándose desnuda en algún río de la Borgoña francesa; al cuélebre custodiando un tesoro en alguna cueva de Asturias o dormido sobre la falda de una ayalga; al genio de una lámpara que frotemos por casualidad en el zoco de Marrakech; a los fuegos fatuos si algún día tenemos que ir a un cementerio para dejar unas flores sobre una tumba; al íncubo y al súcubo que nos tientan por las noches juguetonamente, o a un alven que nos susurre al oído secretos que ya nunca podremos olvidar.

Pero si nunca tenemos esa suerte, tampoco importa demasiado. Siempre podremos imaginar, cuando estemos caminando por un bosque, que aquello que nos parece un árbol probablemente sea un ent, que de un momento a otro nos vamos a encontrar con algún pixie o alguna hada descarriada, que debajo de una seta nos encontraremos algún gnomo, que mejor será no entrar en aquella cueva oscura porque seguro que es la casa de unos trolls o de un malvado ogro. Y al llegar la noche nos retiraremos a un lugar oscuro donde se divisen con claridad las estrellas para mirar el cielo y ver con ojos sorprendidos al caballo Pegaso, al sabio centauro Quirón y al hermoso Unicornio. 

¿POR QUÉ SURGEN LOS SERES FANTÁSTICOS?

Como hemos visto anteriormente, los seres fantásticos cumplen una función explicativa en los mitos, leyendas y cuentos tradicionales en los que aparecen, pues su existencia le ha servido al hombre para dar respuesta a fenómenos naturales y socioculturales que le han preocupado desde antiguo. Podría pensarse erróneamente que los seres fantásticos sólo muestran los temores del hombre, sus carencias o deseos, pero como tendremos la oportunidad de comprobar, también le sirven para justificar su historia, sus debilidades o su modo de entender el mundo.

Con frecuencia el ser humano ha inventado criaturas imaginarias que explicaban un fenómeno de la naturaleza que le sorprendía, como es el caso del Bufeo Colorado, que responde a la admiración que le produce la existencia de un delfín de color rosa; o la leyenda del Pájaro del Trueno, una bonita metáfora de la tormenta y de las catástrafes naturales. Otros seres han explicado algunos fenómenos geológicos, como la historia del gigante, que nos cuenta cómo surgieron las montañas, o el mito de Pegaso, origen de la fuente de Hipocrene.

La naturaleza siempre ha desconcertado al hombre de todos los tiempos. El hombre, que se siente tan poderoso delante del botón que puede disparar la bomba atómica, se siente inseguro ante una helada en la montaña, o en la inmensidad del océano, o ante la extensión del desierto o perdido en un bosque frondoso. Algunos seres surgen de estos miedos, como el Ent, los faunos o los trolls, que muestran los peligros del bosque; o las sirenas, el Afanc, el caballo acuático o la serpiente marina, que descubren los riesgos del mar.

Pero el miedo a la naturaleza no es el único temor que paraliza al hombre. La oscuridad de la noche, el miedo a los muertos o el pánico que nos causa la visión de la sangre han creado seres como el Coco, los Vampiros, el Ghoul, las Sombras, el Goblin o los Ogros. Sin embargo, hay seres que no han surgido para explicar nuestro miedo, sino para infundir miedo a otros y que no realicen ciertas conductas prohibidas por la sociedad, éste es el caso de la Vouivre, con la que amedrentaban a los jóvenes para que no fueran a espiar a las chicas que se bañaban desnudas en los ríos; o el del Coco, que los padres utilizan para que los niños coman bien o se marchen pronto a la cama. Un ejemplo curioso lo tenemos en el Brownie, un duendecillo inglés que sirve de modelo de conducta para los niños más pequeños.

Los duendes, los trasgos, los pixies y las hadas son para el folclore los causantes de los ruidos de origen desconocido que escuchamos a veces por la casa, mientras que al puck lo responsabilizan de que las personas se pierdan por los montes y caminos.

Más sorprendente nos resulta descubrir que algunos seres se originaron por la necesidad del hombre de justificar algunas de sus debilidades, como el Alven, que a más de uno le sirvió para explicar que se supiera un secreto; o el Korred, acusado de que las chicas se queden embarazadas; o el Leprechaun, que explica algunas riquezas inesperadas; o los Íncubus y los Súcubos, los verdaderos culpables de que algunas personas virtuosas hayan caído en la tentación de la carne.

Luego están otro grupo de seres que el hombre ha utilizado para responder a algunas de sus dudas existenciales, ¿existe la vida más allá de la muerte? ¿qué pasa con los niños que han muerto? ¿cómo se explica el transcurso del tiempo? A estas preguntas responden seres como los Lemures, los Tarans, las Nornas o los Hombres Grises.

Tampoco han faltado los que surgieron para narrar el origen de algunos pueblos, como los Formorianos, los Firbolgs y los Tuatha de Dannan, que cuentan el nacimiento de la nación de Irlanda; o los Telquines, imprescindibles para saber la historia de Creta.

Los seres más monstruosos, como el Leviatán y el Behemot, sirvieron a los autores del Antiguo Testamento para mostrar la pequeñez y la insignificancia del hombre; mientras que otros se han utilizado como representación del mal, como el drow, la anfisbena, los demonios y los diablos. Entre los simbólicos destacamos a la Garuda, símbolo de poder para la mitología hindú; y al Simurg, un ser de la mitología persa que es una metáfora de la búsqueda interior del individuo.

Queremos terminar este punto hablando de unos seres repulsivos y entrañables a la vez, como son el Squonk y Frankenstein, que responden al tópico del ser incomprendido y despreciado por ser feo y diferente. Estas criaturas nos enfrentan a nuestros prejuicios y nos obligan a plantearnos la necesidad de mirar en el corazón del ser humano antes de juzgarlo. El Fantasma de la Ópera, Eduardo Manos Tijeras o el cuento del patito feo, fueron construidos sobre el mismo tópico.

Y es que, como vemos, los seres fantásticos no se explican sólo por la fantasía o los miedos del hombre, sino que le sirven para expresar sus dudas, sus emociones, su desconocimiento del origen del mundo, su historia o su deseo de trascendencia.

LOS SERES FANTÁSTICOS, ¿SÓLO PARA NIÑOS?

 Hay muchas personas que consideran que los seres fantásticos pertenecen al reino de la infancia, que se trata de un territorio ingenuo y aniñado en el que no tienen cabida quienes ya ingresaron en el competitivo mundo de los adultos. Nosotros pensamos que esa afirmación es un error y que se debe a la escasa curiosidad que padecen la mayoría de las personas adultas.

Es verdad que el mundo de los seres fantásticos es una región privilegiada en la que situar los cuentos con los que entretener, maravillar o simplemente dormir a los críos, pero no existe ninguna razón para que los mayores no puedan soñar con esas mismas maravillas. Además, bastan dos simples argumentos para echar por tierra tales consideraciones y vamos a hablar de ellos.

En todas las épocas, en todo tiempo y lugar, los hombres y las mujeres creyeron en los seres a los que hoy se les llama fantásticos. Acusar de ingenuos a tales personas supondría considerar que la historia de la humanidad, con todas sus creencias, no ha sido otra cosa que un juego de niños. Pero aún más; todavía hoy muchas personas no pueden comprender su realidad sin tener en cuenta la actuación permanente de ángeles y demonios, ya sea como creencia religiosa o como constante folclórica que explique las fuerzas del bien y del mal que operan en el mundo; del mismo modo, sorprendería saber la enorme repercusión que tuvo la creencia en las brujas en toda Europa durante los siglos XV, XVI y XVII; los cuatro seres elementales, silfos, nereidas, gnomos y salamandras fueron objeto de creencia y especulación no sólo para los filósofos griegos, sino también para los alquimistas del Renacimiento; y por poner un último ejemplo, en los países de cultura celta como Irlanda, Gales o Escocia, casi con toda probabilidad, la mayoría de los adultos se resistirían con uñas y dientes a tener que renunciar a las miles de leyendas que allí se conocen sobre seres fantásticos. Y así podríamos continuar poniendo ejemplos, pero nos apetece pasar a nuestra segunda tesis, que resulta tan evidente que casi nos da pudor insistir demasiado en ella.

¿Hay alguien que se atreva a negar que casi todas las historias sobre criaturas mágicas, imaginarias, fantásticas y fabulosas que se conocen fueron escritas o contadas de mil modos diferentes por adultos? ¿De dónde viene entonces esa idea de que este es un territorio sólo para niños? ¿Por qué se mantiene aún esta absurda opinión? Bien mirado, los niños no son sino nuestros invitados en este territorio de los seres imaginarios, y a nosotros, los adultos, nos corresponde hacerles partícipe de cuanto sabemos sobre ellos.

Así lo entendieron nuestros antepasados. Así lo han practicado los hombres y mujeres de todas las culturas durante milenios. Y así nos apetece a nosotros participar de esta tradición.

Autores como Perrault, los hermanos Grimm o Andersen supieron esto sin necesidad de que nadie se lo contara, y los cuentos que ellos escribieron no tenían, en principio, como destinatarios a los niños, sino a los adultos. Sólo posteriormente se desvirtuó esta idea y pasaron a formar parte de la literatura infantil.

En nuestra época, los mundos soñados por los creadores de El Señor de los Anillos, Harry Potter, La Guerra de las Galaxias, Superman y el resto de superhéroes, y tantas y tantas sagas fantásticas, no habrían conocido tal éxito masivo si no hubieran interesado a un variado público de todas las edades. Pero de todo ello nos ocuparemos en el siguiente apartado.




        De Bestiario, Agustín Celis y Alejandra Ramírez, Ed. Libsa, Madrid, 2006.
 © Agustín Celis Sánchez