AGUSTÍN CELIS SÁNCHEZ
PUBLICACIONES


¿POR QUÉ FUE PROHIBIDA Y PERSEGUIDA LA MASONERÍA?

        La historia de la masonería moderna tiene ahora tres siglos de historia, y las diversas prohibiciones, persecuciones y represiones han sido de naturaleza muy distinta durante todo este tiempo. Por razones de orden en la exposición de los diversos motivos, creo conveniente hacer una división por siglos:

Siglo XVIII

      Convencionalmente, se señala el año 1717 como el del nacimiento de la masonería moderna o especulativa, y se acepta mayoritariamente que fue en Inglaterra, concretamente en Londres, donde se inició al fundarse la Gran Logia de Londres.

Sólo dos décadas después comienzan los primeros conflictos político-eclesiales. ¿Por qué? Eso es lo que vamos a intentar comprender en este punto. Pero comencemos enunciando las principales instituciones que condenaron la masonería durante el siglo XVIII: 

1735: Los Estados Generales de Holanda.

1736: El Consejo de la República y Cantón de Ginebra.

1737: El Gobierno de Luis XV de Francia y El Príncipe Elector de Manheim, en el Palatinado.

1738: El Papa Clemente XII; Los magistrados de la ciudad hanseática de Hamburgo y el Rey Federico I de Suecia.

1739: El cardenal Firrao en los Estados Pontificios.

1740: El rey Felipe V de España.

1743: La Emperatriz María Teresa de Austria.

1744: Las autoridades de Avignon, París y Ginebra.

1745: El Consejo del Cantón de Berna; el Consistorio de la ciudad de Hannover, y el jefe de la policía de París.

1748: El Gran Sultán de Constantinopla.

1751: El Papa Benedicto XIV; el rey Carlos VII de Nápoles, y el rey Fernando VI de España.

1763: Los magistrados de Dantzig.

1770: El gobernador de la isla de Madeira, y el gobierno de Berna y Ginebra.

1784: El príncipe de Mónaco y el elector de Baviera Carlos Teodoro.

1785: El gran duque de Baden, y el emperador de Austria José II.

1794: El emperador de Alemania Francisco II, el rey de Cerdeña Víctor Amadeo, y el emperador ruso Pablo I.

1798: Guillermo III de Prusia.

 La primera conclusión a la que se llega tras echar un vistazo a esta lista es la siguiente: la masonería, durante el siglo XVIII fue condenada, de modo general, en países con gobiernos protestantes, católicos y hasta musulmanes. En todos estos casos, los motivos que adujeron las distintas comisiones encargadas de investigar lo que ocurría en las reuniones de los masones se apoyaban en la jurisdicción de la época, que estaba basada en el Derecho Romano, que proscribía a todo grupo de personas que no estuvieran autorizados por el Gobierno. A esto venía a unirse el secretismo con el que actuaban los masones en sus logias, cuyos rituales, así como todo cuanto ocurría en sus reuniones, eran completamente desconocidos, y por tanto sospechosos. Por último, la Corte de Roma, tal y como se conocía a la Santa Sede en aquellos tiempos, aportaba un nuevo motivo, esta vez de tipo religioso: “la sospecha de herejía”.

Para ver en qué términos se expresaban estas proscripciones, tomemos como ejemplo el decreto del rey de España Fernando VI prohibiendo la masonería, fechado en Madrid el 13 de julio de 1751. Leemos lo siguiente: 

“Hallándome informado de que la invención de los que se llaman Franc-Masones, es sospechosa a la Religión, y al Estado, y que como tal está prohibida por la Santa Sede debaxo de Excomunión, y también por las leyes de estos Reynos, que impiden las Congregaciones de muchedumbre, no constatando sus fines, e institutos a su Soberano: He resuelto atajar tan graves inconvenientes con toda mi autoridad; y en consecuencia prohíbo en todos sus Reynos las Congregaciones de los Fran-Masones, debaxo de la pena de mi real indignación, y de las demás que tuviese por conveniente imponer a los que incurrieren en esta culpa: Y mando al Consejo, que haga publicar esta prohibición por Edicto de estos mis Reynos, encargando en su observancia, el zelo de los Intendentes, Corregidores, y Justicias, aseguren a los contraventores, dándoseme cuenta, de los que fuere, por medio del mismo Consejo, para que sufran las penas que merezca el escarmiento...” (la cursiva es nuestra)

 Con idénticos o parecidos términos se expresan el resto de condenas de la masonería en todos los lugares anteriormente mencionados. Mucho más interesante me parece la postura de la Iglesia Católica, que en el primero de los documentos condenatorios, la constitución apostólica In eminenti, del 28 de abril de 1837, la fundamental y a la que hacen referencia todas las que vinieron después, expresa su prohibición de la manera que sigue. Incluyo ahora sólo algunos párrafos entresacados del texto, pero el lector curioso puede leerla entera, si así lo desea, en los Apéndices que incluyo al final del libro:

 “También hemos llegado a saber aun por la fama pública, que se esparcen a lo lejos, haciendo nuevos progresos cada día, ciertas sociedades, asambleas, reuniones, agregaciones o conventículos, llamados vulgarmente de francmasones o bajo otra denominación, según la variedad de las lenguas, en las que los hombres de toda religión y secta, afectando una apariencia de honradez natural, se ligan el uno con el otro con un pacto tan estrecho como impenetrable según las leyes y los estatutos que ellos mismos han formado y se obligan por medio de juramento prestado sobre la Biblia y bajo graves penas, a ocultar con un silencio inviolable todo lo que hacen en la oscuridad del secreto.

Pero como tal es la naturaleza del crimen, que se descubre a sí mismo, da gritos que lo manifiestan y denuncian; de ahí las sociedades o conventículos susodichos han dado origen a tan fundadas sospechas,...” (La cursiva es nuestra)

 Y un poco más adelante, afirma:

 “Por esto, reflexionando nosotros sobre los grandes males que ordinariamente resultan de esta clase de asociaciones o conventículos, no solamente para la tranquilidad de los estados temporales, sino también para la salud del alma (...); para cerrar el camino muy ancho que de ahí podría abrirse a las iniquidades, y que se cometerían impunemente, y por otras causas justas y razonables conocidas por Nos, siguiendo el parecer de muchos de nuestros venerables hermanos cardenales de la Santa Iglesia romana y de nuestro movimiento de ciencia cierta, después de madura deliberación, y de nuestro pleno poder apostólico, hemos concluido y decretado condenar y prohibir estas dichas sociedades, asambleas, reuniones, agregaciones o conventículos llamados de francmasones, o conocidos bajo cualquiera otra denominación, como Nos los condenamos, los prohibimos por Nuestra presente constitución valedera para siempre. (...) esto bajo pena de excomunión en que incurren todos contraviniendo como arriba queda dicho, por el hecho y sin otra declaración de la que nadie puede recibir el beneficio de la absolución por otro sino por Nos o por el Pontífice romano que entonces exista, a no ser en artículo de muerte. (La cursiva es nuestra)

 ¿Cómo debemos entender estas razones alegadas por los distintos Estados y por la Iglesia Católica? ¿Como simples o caprichosas prohibiciones? Sería absurdo e ingenuo pensar tal cosa. Detrás de toda condena hay siempre una causa, o varias. Intentemos comprender, entonces, cuáles eran esas causas que tenían los Estados y la Iglesia para condenar a la masonería durante el siglo XVIII.

Como hemos podido comprobar, en ninguno de los textos se tipifican los crímenes a los que tácitamente se alude. El caso de la constitución de Clemente XII es muy elocuente a este respecto; se limita a decir: “por otras causas justas y razonables conocidas por Nos”, pero no añade qué causas son ésas. La condena se fundamenta exclusivamente en la sospecha. Los masones del siglo XVIII estaban bajo sospecha porque no se conocía la naturaleza de sus reuniones y porque su sociabilidad no era oficial, es decir, no había sido autorizada por el gobierno. Es aquí, precisamente, donde se encuentra el meollo de la cuestión; la autoridad competente perseguía tales asambleas como medida de precaución, no por ningún delito cometido hasta ese momento. A los masones del siglo XVIII no se les condenó por lo que habían hecho, sino por lo que pudieran llegar a hacer.

No podemos olvidar que estamos hablando de una época muy distinta de la nuestra actual. En el tiempo en el que fueron redactados esos decretos condenatorios no existía la libertad de reunión que disfrutamos hoy.  Por eso se habla tan reiteradamente de asambleas, sociedades, juntas, conventículos y agregaciones varias, porque eso era lo que se estaba prohibiendo, a las reuniones de masones y no a la masonería como Institución. Y toda reunión, del género que fuera, estaba prohibida porque el Antiguo Régimen, vigente durante todo el siglo XVIII, temía la unión de los individuos por razones de fuerza obvias.

En todas las condenas sobrevuela una razón de naturaleza política, también en la constitución del Pontífice, donde no hay el menor asomo de refutación doctrinal; se adhiere a la causa de sus vecinos por una cuestión de seguridad del Estado, y no por una razón de fe. Aún más evidente a este respecto resulta el decreto del cardenal Firrao de 1739, donde leemos:

        “Porque tales reuniones no sólo son sospechosas de oculta herejía, sino sobre todo peligrosas a la pública tranquilidad y a la seguridad del Estado eclesiástico, ya que si no tuvieran materias contrarias a la fe ortodoxa y al estado y tranquilidad de la República, no usarían tantos vínculos secretos, como prudentemente se considera en la Bula citada; queriendo la Santidad de Nuestro Señor que en su Estado y en el de la Santa Sede Apostólica cesen totalmente y se disuelvan tan perniciosas reuniones”.

 Y añade el cardenal Firrao poco después:

     “Se prohíbe encontrarse presentes en tales reuniones o congregaciones bajo pena de muerte y confiscación de sus bienes a incurrir irremisiblemente, sin esperanza de gracia”.

 No ya a excomunión tal y como decía Clemente XII, sino a pena de muerte. En un comentario al texto mencionado del cardenal Firrao, José A. Ferrer Benimeli, uno de los estudiosos que con más seriedad han estudiado el tema de la masonería, puntualiza:

 “Téngase presente que, por aquella época, en el catálogo de penas que imponía la Santa Inquisición figuraba la pena de muerte sólo para los herejes impenitentes, estando reservada la cárcel perpetua a los herejes arrepentidos. Sin embargo, en el edicto sólo se habla de mera sospecha de herejía, que es castigada, sin más, con la pena de muerte y confiscación de bienes. La desproporción del castigo hay que buscarla en el auténtico motivo del Edicto: el peligro resultante para la pública tranquilidad y seguridad del Estado eclesiástico, más que en la sospecha de oculta herejía, tanto más que, como hemos visto, los mismos herejes perseguían y prohibían la masonería, y esto puramente por motivos de seguridad de sus estados”.

 Efectivamente, la sospecha de herejía de la Iglesia Católica se fundamentaba en aquella época, siglo XVIII, únicamente en que la masonería admitía indistintamente en sus reuniones a personas de otros credos, pudiéndose encontrar en una misma logia a personas católicas y protestantes. Un buen ejemplo de esto es que, en 1729, un católico, el duque de Norfolk, llegó a ser Gran Maestre de Inglaterra, a pesar de lo muy anticatólico y muy antipapista que era ese país en aquella época. Esta era, y no otra, la causa de la herejía masónica, y nunca la Iglesia Católica adujo otro motivo. De hecho, las Constituciones de Anderson, que constituyen la ley escrita de la masonería moderna o especulativa, jamás fueron incluidas en el índice de libros prohibidos por el Santo Oficio.

Por otra parte, el 18 de mayo de 1751, la bula Providas promulgada por el Papa Benedicto XIV, lo dejaba aún más claro:

 “...en esta clase de sociedades y conventículos se reúnen hombres de toda religión y de toda secta, por lo que es evidente cuán gran mal puede resultar de ahí para la pureza de la religión católica. La segunda es el pacto estrecho e impenetrable del secreto, en virtud del cual se oculta todo lo que se hace en estos conventículos, al que con razón puede aplicarse esta sentencia de Cecilio Natal, relatada en Minucio Félix en una causa bien diferente: “Las cosas buenas aman siempre la publicidad; los crímenes se cubren siempre con el secreto”.

 Al escribir esto, el Santo Padre olvidaba lo necesario, e incluso lo imprescindible, que es el secreto en muchos casos. Sin necesidad de ir muy lejos para defender esta afirmación, recordemos que La Santa Inquisición actuaba, la mayoría de las veces, bajo el auxilio del más absoluto secretismo. Es más, ¿no ha sido uno de los secretos mejor guardados de la Iglesia Católica, incluso en nuestros días, el ritual que se realiza para la elección de los papas? ¿Acaso no debe permanecer en el secreto lo dicho bajo el amparo del Santo Sacramento de la Confesión?

La pregunta puede resultar atrevida e incluso impertinente, pero se hace ineludible formularla: ¿Por qué, entonces, no habrían de ser secretos los rituales de la masonería? No insistiremos en ello por ahora; sobre los secretos ocultos en la reuniones de masones hablaremos en capítulo aparte, al dilucidar la cuestión de la masonería como “sociedad secreta”. 

Siglo XIX

 Las razones que esgrimieron los distintos países y la propia Santa Sede durante el siglo XIX para perseguir a la masonería fueron muy distintas a las alegadas en el siglo XVIII. Veamos el porqué.

A grandes rasgos se puede decir que con el siglo XIX llegó a su final el autoritarismo de los antiguos regímenes europeos. El siglo XIX fue también el de las revoluciones liberales burguesas, el de la Revolución Industrial, el de la guerra de la Independencia Española, el de la Unificación Italiana y el de los intentos republicanos por crear estados constitucionales. Los totalitarismos del setecientos comenzaron su cuenta atrás con el advenimiento de los sueños políticos de la  Independencia de Estados Unidos, las cabezas cortadas de la Revolución Francesa y los cantos de sirena de la Declaración de los Derechos del hombre y del ciudadano, entre los que se consideraban básicos la libertad, la igualdad, la seguridad y la resistencia a la opresión. Al hablar de libertad se estaba hablando de libertad individual, de prensa, de pensamiento y de credo. Al hablar de igualdad se hablaba de igualdad en los ámbitos legislativo, judicial y fiscal.

La revolución americana y la revolución francesa pusieron la primera piedra en el edificio que habría de erigirse en todo el siglo XIX con la doctrina del liberalismo danzando por todos y cada uno de los países de Europa y de América, que también reclamaron para sí su independencia.

¿Cuál es el papel que jugó la masonería en todo esto? Hay opiniones para todos los gustos. Evidentemente, para los reyes absolutistas que pretendían mantener vigente el sistema político de la Europa del siglo XVIII, la masonería era la principal portadora de la ideología que estaba causando todas las revueltas sociales que atentaban contra la monarquía y el clero, y contra todos sus privilegios y tradiciones. Parece lógico pensar, por tanto, que soberanos como Fernando VII en España, el propio Papa de Roma, el Zar de Rusia y el emperador de Austria consideraran a los masones como entes peligrosísimos que venían a derribar el Trono y el Altar, de ahí que se fomentara durante todo el siglo XIX el famoso mito del complot masónico-revolucionario. Si a esto añadimos el comodín de la lista de los masones célebres que participaron de manera activa en las distintas revoluciones de la época, tenemos ya la justificación a dicho complot. ¿Que Benjamín Franklin, George Washington y Thomas Jefferson fueron masones? Conclusión: la revolución americana fue un parto masónico. ¿Que entre los exaltados de la toma de la Bastilla, el Comité de Salvación Pública y el reinado del terror hubo masones, con Desmoulins, Robespierre y Danton a la cabeza? La revolución francesa fue un nido de conspiradores masónicos. ¿Que el inventor de la guillotina fue un adepto masón? El reguero de sangre que corrió a cargo del criminal aparato es responsabilidad de la masonería. ¿Que los mariscales de Napoleón eran hermanos masones? La expansión napoleónica le debe mucho a la secta. ¿Que Rafael de Riego coqueteó con las ideas de la Orden? El Trienio Liberal derivado de su levantamiento en Las Cabezas de San Juan fue una conspiración de los Hijos de la Viuda. ¿Que Garibaldi se inició en la masonería? La unificación italiana encontró en las logias su más ferviente defensora. ¿Que Simón Bolívar tuvo relaciones con las logias Lautaro? La Independencia de las colonias americanas fue obra, también, de esta intrigante Institución. Y así todo.

A estos endebles argumentos recurren tantísimos estudiosos para explicar la Historia de los pueblos. No a los intereses y las pasiones políticas. No a los fanatismos generalizados. No a la exaltación patriotera de los pueblos y a las malas gestiones de sus gobernantes. Y las lecturas tendenciosas y parciales que se hacen de estos hechos resultan tan patéticas que causan sonrojo. Por su parte, los propios apologistas de la masonería han contribuido de manera apasionada a esta interpretación tan simplona de la Historia. También ellos esgrimen la lista de masones ilustres y cantan las alabanzas de sus actos, pero nunca se comenta qué clase de vinculo unió a los protagonistas de las revoluciones con la Institución. Con demasiada frecuencia se tiende a generalizar y a etiquetar las militancias como inamovibles. Se extiende a toda una vida pasiones que en muchos casos son debidas a intereses de medro personal o a modas fugaces que se traducen en actuaciones muy concretas. Luego veremos, en capítulo aparte, el caso ejemplar de un hombre como Manuel Azaña, considerado por un buen número de historiadores como un peligrosísimo masón, o como un hermano ejemplar adepto a la masonería por parte de sus partidarios, cuando la realidad es que sólo asistió a una única tenida de la logia en toda su vida. Con demasiada, y peligrosa frecuencia, se olvidan los estudiosos de que en la vida de los hombres existen los intereses personales, la ambición y la manipulación de toda clase de idearios, pero también la decepción, el hartazgo y las traiciones a las ideas que alguna vez se defendieron.

Para entender cabalmente qué clase de Institución, conspiradora o filantrópica, es la masonería y qué tipo de actuaciones masónicas fueron las realizadas por las celebridades de la Historia, tal vez se tendría que añadir en los censos de masones famosos, además de su nombre y apellido, el número de veces que asistieron a las reuniones y los trabajos que realizaron para la Orden. Porque mientras esta información no salga a la luz, lo que impone la razón es tratar de comprender los comportamientos humanos como tales comportamientos, pues no es razonable atribuir ni los logros ni las atrocidades de los doctrinarios a las doctrinas que éstos profesan. Si George Washington, por poner un ejemplo, tuvo un papel destacado durante la guerra de la independencia estadounidense, de ningún modo pueden ser achacables sus méritos a su condición de masón. Otro caso destacable es el de Simón Bolívar, prototipo del masón adepto a la Orden y héroe de la emancipación de los países de la América del Sur. Su condición de masón queda un poco ensombrecida, cuando menos, al saberse que en 1828 prohibió la masonería, junto al resto de las sociedades secretas, en la Gran Colombia. 

Por otra parte, la actuación de los soberanos que condenaron a la masonería resultaba absolutamente lógica si tenemos en cuenta sus postulados absolutistas, pues la actividad masónica entrañaba un peligro para sus intereses, ya que no se sometía de buen grado ni al poder regio ni al poder religioso, y se alzaba al margen de uno y otro. Y aunque la masonería no participara en las revoluciones directamente, sí suscribía muchos de los principios ideológicos que las inspiraron.

Esta es una cuestión que creo fundamental, y que podríamos resumir de esta manera: la masonería como Institución no hizo las revoluciones, pero muchos de sus adeptos sí participaron en ellas, sin que la Orden los condenara por ello. Es decir, al margen de su condición de masón, muchos masones participaron activamente en políticas que iban contra el orden establecido y, a pesar de esto, la masonería se mostraba solidaria con ellos.

Evidentemente, esto era inadmisible para cualquier Estado que quisiera reprimir las revueltas que socavaban sus cimientos, y es lógico que persiguiera a los agitadores y, por extensión, a las sociedades que los protegían. Con una mentalidad actual, podríamos decir que la masonería fue cómplice de muchos masones revolucionarios. Pero esta “complicidad”, que es solidaridad y no conspiración, ya estaba contemplada por la masonería desde sus inicios. En el segundo artículo de las “Obligaciones de un francmasón” dentro de las Constituciones de Anderson, podemos leer (en traducción de Ricardo de la Cierva) lo siguiente:

 “Un Masón es un súbdito pacífico de los poderes civiles, dondequiera resida o trabaje y nunca debe implicarse en complots y conspiraciones contra la paz y bienestar de la nación, ni comportarse fuera del deber con los magistrados intermedios; porque como la Masonería siempre ha sido dañada por la guerra, el derramamiento de sangre y la confusión, así los antiguos reyes y príncipes se han mostrado muy dispuestos a animar a los Artesanos por su carácter pacífico y leal, con lo que respondían en la práctica a las recriminaciones de sus adversarios y promovían el honor de la Fraternidad, que siempre florecía en tiempos de paz. Por eso si un Hermano se comporta como un rebelde contra el Estado no debe ser sostenido en su rebelión aunque se le deba mostrar compasión como hombre infeliz y si no es declarado reo de otro crimen, aunque la leal Fraternidad tenga el deber de rechazar la rebelión y no ofrecer sombra ni motivo de desconfianza política al Gobierno presente, no le podrán expulsar de la logia y su relación con él permanecerá indefectible”. (La cursiva es nuestra)

     Es decir, la masonería como Institución o Sociedad quiere mantenerse ajena a las rebeldías contra los poderes constituidos, pero a la vez pretende ser solidaria con los masones rebeldes, en virtud de un voto de fraternidad contraído con ellos. Y claro, esta concordia es extraña al Estado, que no repara en hermandades sino en conjuras. Para el Estado, si los masones son culpables, la masonería también lo es. Sobre todo cuando mantiene sus actividades en secreto y protege a quienes han delinquido.

Esta solidaridad masónica puede resultarnos exótica, pero conviene tenerla en cuenta a la hora de comprender qué es eso de la masonería y cómo actúa. Y ahora voy a hacer un alto en mi exposición para contar una anécdota que viene muy a propósito. Se la contó el Gran Orador del Gran Oriente de España a don Ángel María de Lera en 1979 durante una entrevista. La historia puede que pertenezca al ámbito de la leyenda, puede que nunca ocurriera, quién sabe, pero sirve para explicar este compromiso que existe entre los masones.

El escritor y Premio Nobel de literatura Rudyard Kipling fue también masón. Pues bien, durante uno de sus viajes a la India se topó con dos suboficiales del ejército británico que descubrieron su condición por un emblema masónico que llevaba grabado en el reloj y, después de darse a conocer también ellos como masones, le confesaron al escritor que habían desertado del ejército y que pretendían actuar en beneficio propio provocando la insurrección en una tribu de hindúes para convertirse en sus reyes. Por supuesto, Kipling les afeó esta conducta tan poco decorosa, pero haciendo honor al voto de fraternidad que les debía, les prometió su ayuda en caso de que la necesitaran. Aquellos dos aventureros no consiguieron sus propósitos, pero como se habían iniciado en el tráfico de armas, en un momento en el que estaban a punto de ser detenidos por la policía, solicitaron la ayuda de Kipling y éste los salvó proporcionándoles la manera de huir de Nueva Delhi. Pero no acaba aquí la historia. Algunos años más tarde, el famoso escritor se encontró de nuevo con uno de ellos y le preguntó qué había sido de su compañero y cómo había acabado aquella aventura en la que se habían embarcado años atrás. Según le contó el suboficial, continuaron durante un tiempo sublevando a la población sin conseguir grandes resultados, hasta que los miembros de la tribu engañada se dieron cuenta de que se trataba de dos auténticos bribones y decidieron matarlos. Su compañero no pudo salvar la vida,  pero él tuvo mejor suerte. En el momento en que iban a ajusticiarlo, y cuando ya le habían arrancado la camisa, el jefe de la tribu se dio cuenta de que tenía tatuado en el cuerpo unos emblemas de la masonería, de modo que se lo llevó a un aparte y, después de comprobar que pertenecía a la Orden, esa misma noche le preparó la huida mientras todos dormían en el poblado. Y es que el jefe de la tribu era también un masón respetuoso con la solidaridad a que están obligados por sus votos.

La parábola no deja de ser una historieta simplona, pero explica muy bien la fraternidad que se mantiene por encima de todo. Sin duda, Kipling y el jefe de la tribu fueron cómplices de esos dos individuos, pero ¿fueron tan criminales como ellos? Parece que no. Y aún más, ¿al considerar los delitos de los dos suboficiales, habría que juzgarlos como delincuentes o como masones? La respuesta también parece estar clara.

        Si extrapolamos esta historieta tan tonta a los hechos ocurridos durante el siglo XIX, habremos de concluir que las sociedades que florecieron en la época y que conspiraron contra el poder establecido en los distintos países europeos, eran de carácter político, patriótico y revolucionario, y que en ellas hubo muchos masones, por supuesto, llegándose a identificar el ideario masónico con otros muy distintos, como pudieron ser los iluminados, los jacobinos, los carbonarios, la llamada secta universitaria y otros parecidos. Sin duda hubo una tremenda confusión en el enjuiciamiento de las sociedades secretas, razonable por otra parte, porque dentro de esos grupos se dio toda una compleja amalgama de militancias, pudiendo ser un mismo individuo al mismo tiempo católico, patriota, masón y carbonario, por ejemplo. Y ya puestos, aficionado a los juegos de cartas y a los bailes de salón, sin que haya que buscar perversas conjuras ni entre los tahúres ni entre los bailarines.

A este respecto, el caso de Italia resulta paradigmático, pues en su unificación jugaron un papel fundamental las sociedades secretas, y en especial el carbonarismo, que tantas veces se ha confundido con la masonería.

En la obra Las sectas y las sociedades secretas a través de la Historia, de Santiago Valentí Camp, podemos leer lo siguiente:

 “El carbonarismo marca un periodo de transición en la historia de las sociedades secretas. En virtud de él y de la tendencia que les imprimió, de las sociedades que se ocupaban de religión, filosofía y política se pasó a aquellas cuyo objetivo era inmediata y prácticamente la política. Así, en Francia, Italia y otros países surgieron numerosas y variadas sectas, en las que vemos a los hombres más eminentes, tanto de ciencia como de acción, combinar sus respectivos esfuerzos, encaminándolos a un común fin, a saber: el progreso –tal como ellos lo entendían- de la sociedad humana. El carbonarismo reaccionó, en realidad, hacia el año de 1825, y unos diez años más tarde se refundió en la Joven Italia, cuya finalidad era idéntica a la del carbonarismo, a saber, la expulsión de Italia de todos los extranjeros y la unificación de Italia”.

 La “Joven Italia” fue una sociedad secreta de carácter exclusivamente político fundada en 1833 por el revolucionario y carbonario Giuseppe Mazzini, cuyo objetivo fue la creación de una república italiana unitaria. Este objetivo se encontraba con serios problemas, porque Italia, por aquel entonces, estaba dividida en muchos pequeños estados con gobiernos absolutistas: los reinos de Lombardía y Venecia se encontraban bajo el poder de Austria; los Estados Pontificios bajo la soberanía del Papa; y otros eran independientes, como las Dos Sicilias o el reino de Piamonte-Cerdeña; o se habían constituido en ducados bajo el gobierno de algunos miembros de la dinastía de los Habsburgo, como la Toscana, Módena y Parma. 

El caso de los Estados Pontificios es especialmente complejo, porque la tendencia del carbonarismo a la aniquilación de la teocracia no era tanto una cuestión religiosa como una cuestión política. Lo que pretendía el carbonarismo y el resto de sociedades secretas de idéntica ideología, como “la Joven Italia”, respecto de la Iglesia, era arrebatarle su poder político, es decir, limitar la soberanía del Papa a un ámbito espiritual y no temporal, que es exactamente lo que ocurre hoy en la Iglesia Católica. Pero en aquella época de absolutismos la soberanía papal no se entendía sin su componente político. En aquella época, el Papa no sólo era un líder espiritual, sino un auténtico monarca. Así lo entendían los distintos papas de la época, de León XII a León XIII, y por eso organizaron un sistema de represión riguroso, publicando diferentes bulas en las que reprochaban a las sectas su política de ataque contra la soberanía de los príncipes y la autoridad civil de la Iglesia. En uno de los edictos del Papa León XII se podía leer:

 “Quedan prohibidas las sociedades secretas en Roma y en todos los Estados Pontificios. Será declarado reo de alta traición y como tal castigado con pena de muerte el que pertenezca a alguna de estas sociedades o las favorezca”.

 Como se ve, la prohibición se extiende a todas las sociedades secretas, ante la lógica confusión que había entre unas y otras. Y entre esas sociedades estaba la masonería. Más explícita resultaba la Constitución de Pío IX Apostolicae Sedis, del 12 de octubre de 1869, que reservaba la excomunión para todos

“aquellos que diesen su nombre a la masonería o carbonería o a otras sectas del mismo género, que maquinen contra la Iglesia y los legítimos gobiernos, ya abierta, ya clandestinamente”.

 La postura de la Iglesia Católica, vista en su contexto, no deja de ser lógica, aunque la identificación entre unas y otras sociedades secretas fuese errónea. Pero cuidado, estamos hablando de una lucha de intereses políticos, no religiosos. La Iglesia Católica no estaba defendiendo tanto un credo supuestamente amenazado, cuanto su continuidad como Estado. Un año más tarde, en 1870, entraban en Roma las tropas garibaldinas, y en este acontecimiento se puede situar el inicio de la decadencia del poder Temporal de los Papas. Es decir, de su poder político, no de su poder espiritual, que no ha mermado desde entonces y sigue indiscutiblemente vigente.

Si observamos un caso como el de Giuseppe Garibaldi, se comprenderá perfectamente la confusión entre las diferentes sociedades secretas, pues en él se dieron las distintas militancias de las que hablábamos antes. Se inició en la carbonería en 1833, con posterioridad fue miembro de la “Joven Italia” de Mazzini, y en 1844 ingresó en la masonería en una logia de Montevideo, durante su aventura americana, llegando a ser dos décadas después Gran Maestre del Gran Oriente de Palermo. Fue masón, pero en la unificación italiana luchó como patriota revolucionario y, una vez alcanzado los objetivos políticos, además, fue miembro del Parlamento, se declaró librepensador en sus últimos años y coqueteó con el socialismo de moda en la época, poniendo en marcha las sociedades obreras en Italia. Y todas estas facetas de su vida han de entenderse, ante todo, como las preocupaciones vitales de un hombre, y después, si queremos, de un masón.

 Siglo XX

          No me voy a extender demasiado en este punto sobre las condenas a la masonería durante el siglo XX, ya que un poco más abajo trato el mismo tema al estudiar el famoso “Contubernio judeo-masónico-comunista”. Por ahora, sólo diré que fueron, curiosamente, los países con regímenes totalitarios aquellos que prohibieron, persiguieron y aniquilaron a los masones. Más interesante me parece hablar de la postura de la Iglesia Católica frente a la masonería.

Como hemos visto, durante los siglos XVIII y XIX hubo una feroz pugna entre la Iglesia y la masonería, considerada como sociedad secreta y como vanguardia de la lucha contra el catolicismo. El último Papa del siglo XIX, León XIII, murió en 1903, y su pontificado está considerado como el más duro y represivo que ha habido nunca contra los masones. El profesor Ferrer Benimeli, al estudiar los veinticinco años de papado de León XIII, ha contabilizado no menos de doscientos cincuenta documentos condenando la masonería y el resto de sociedades secretas, y más de dos mil referencias papales contra esta Institución. El lector interesado en la cuestión podrá leer completa, en los Apéndices que incluyo al final del libro, la encíclica Humanum Genus, promulgada por este Papa el 20 de abril de 1884,  y considerada toda una síntesis doctrinal antimasónica. Así estaban las cosas a principios del siglo XX.

No obstante, el 27 de mayo de 1917, el Papa Benedicto XV recoge la herencia dejada por Pío IX y León XIII, y en el Canon 2335 del Código de Derecho Canónico, vuelve a confirmar las disposiciones pontificias anteriores, ahora en los siguientes términos:

 “Los que dan su nombre a la secta masónica o a otras asociaciones del mismo género, que maquinan contra la Iglesia o contra las potestades civiles legítimas, incurren ipso facto en excomunión simplemente reservada a la Sede Apostólica”.

Como vemos, continúa la condena hacia la masonería como sociedad que, al decir del Vaticano, “maquina contra la Iglesia o contra las potestades civiles legítimas”. Pero obsérvese que quedan en el olvido otras proposiciones que anteriormente cargaban las tintas contra la Institución masónica, como eran aquellas que condenaban también la clandestinidad y los secretos de los masones. Ahora se pasa por alto esas características o, al menos, no se nombran, limitándose a tratar el fin subversivo de la sociedad condenada.

Ahora bien, ¿no sería razonable probar primero esta premisa de la masonería como asociación subversiva antes de condenarla? Así debieron de entenderlo algunos padres conciliares  durante el Concilio Vaticano II, al proponer que se suprimiera el canon 2335 en el nuevo Código de Derecho Canónico.

En una entrevista de 1979 concedida por el cardenal Vicente Enrique y Tarancón a Ángel María de Lera, a propósito de la legalización en España de la masonería, al ser preguntado sobre el célebre canon 2335 y su posible desaparición en el nuevo Código de Derecho Canónico, dijo:

 “Mi impresión es que desaparece. Ya en el Concilio Vaticano II hubo algún obispo que lo pidió taxativamente y que dijo que el concepto que teníamos de la Masonería no se ajustaba a la realidad actual. Eso ya resonó, como le digo, en pleno Concilio. Ahora ya no sigo el desarrollo de la renovación del derecho canónico. Pertenecí a las comisiones de trabajo que trataban de ello, pero el ser cardenal me sitúan últimamente en la Junta Superior de Renovación, adonde nos llegan ya los asuntos, diríamos que resueltos, y sólo para ser refrendados por ese organismo. Sé que el ambiente que prevalecía entre todos los que trabajábamos en esto era el de suprimir ese canon, pero asegurar que se haya suprimido no puedo hacerlo, porque no estoy ya en ese nivel. Sin embargo, le repito, mi opinión es de que sí, de que va a desaparecer ese canon en el nuevo Código de Derecho Canónico”.

 Y efectivamente, cuando por fin fue promulgado el nuevo Código en 1983, bajo el pontificado de Juan Pablo II, el canon 2335 fue sustituido por el 1374, que dice así:

 “Quien se inscribe en una asociación que maquina contra la Iglesia debe ser castigado con una pena justa; quien promueve y dirige esa asociación, ha de ser castigado con entredicho”.

 Lo que resulta perfectamente razonable. Quedaba así, por tanto, exonerada la masonería del veto eclesiástico de la Iglesia Católica doscientos cuarenta y cinco años después de que el Papa Clemente XII la condenara en su bula In eminenti de 1738.

Sin embargo, y como todo el mundo sabe, las posturas personales de los altos miembros de la Iglesia no siempre son coincidentes. Como el tema es controvertido, quiero incluir aquí dos posturas antitéticas, aunque contemporáneas la una de la otra.

En esa misma entrevista a la que me he referido anteriormente, Ángel María de Lera le hizo esta pregunta a Enrique y Tarancón:

 “Recientemente la masonería ha conseguido su reconocimiento legal en España. En principio lo denegó la administración, o sea, el Ministerio del Interior, pero sus promotores apelaron a la Audiencia Nacional y parece ser, según se ha hecho público, que su sentencia anula la disposición administrativa y reconoce el derecho de la masonería a ser inscrita en el registro de Asociaciones. ¿Cuál es su opinión a este respecto?”

 A lo que respondió el Cardenal de Madrid:

 “A mí me parece que ha sido correcta la actuación de la judicatura. Pero también le diré que me parece asimismo correcta la decisión que tomó en su momento la Administración, precisamente por el efecto que pudiera producir el que se diera vía libre administrativamente a una organización que había sido objeto de tan graves acusaciones durante tantos años y que en el ámbito español, por lo mismo, tenía tan mala fama. Pero yo apruebo el comportamiento de la judicatura, porque a mí me parece bien que haya libertad y que la gente esté dentro de la ley para manifestar todas sus opiniones. Espero que ahora la masonería, ya legalizada, no querrá mantener ese secreto, que era mítico, porque me da la impresión de que tal conducta no conviene ni a los masones ni a nadie. El secreto daría a entender que ocultan cosas inconfesables. Así pues, obrando a la luz del día, yo no veo ningún inconveniente en que la masonería, como toda opinión, como toda manifestación, pueda expresarse libremente, sabiendo que la Iglesia es partidaria de la libertad religiosa, es decir, de que cualquier confesión goce de libertad para su ejercicio. El respeto a la conciencia, el respeto a la persona, el respeto al hombre constituyen un principio fundamental de la Iglesia después de la renovación que ha hecho en el Concilio Vaticano II; y la última encíclica del Papa es muy interesante por eso, porque hace de la religiosa una opción decidida por el hombre. En definitiva, la Iglesia debe mirar al hombre, que es redimible, con sus derechos. El respeto a la conciencia individual del hombre es algo firmemente asentado ya en la Iglesia. Por lo tanto, y volviendo a su pregunta, me parece muy bien”.

 Por su parte, el cardenal Ratzinger, prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, el 26 de noviembre de 1983, el mismo año en que se promulgaba el nuevo Código de Derecho Canónico donde dejaba de estar condenada la masonería, hacía la siguiente declaración:

 “Se ha solicitado que se altere el juicio de la Iglesia sobre la masonería por el hecho de que en el nuevo Código de derecho canónico no se hace mención explícita de ésta, tal como se hacía en el Código anterior.

Esta S. Congregación juzga a bien responder que tal circunstancia se ha debido a un criterio redaccional seguido también para las otras asociaciones igualmente no mencionadas por el hecho de estar incluidas en categorías más amplias.

Se mantiene, por tanto, inmutable el juicio negativo de la Iglesia respecto a las asociaciones masónicas, ya que sus principios han sido considerados siempre inconciliables con la doctrina de la Iglesia y por ello la adscripción a las mismas permanece prohibida. Los fieles que pertenecen a las asociaciones masónicas están en estado de pecado grave y no pueden acceder a la Santa Comunión.

No le compete a las autoridades eclesiásticas locales pronunciarse sobre la naturaleza de las asociaciones masónicas, con un juicio que implique la derogación de cuanto ha sido arriba establecido, según el parecer de la declaración de esta Congregación dada el 17 de febrero de 1981.

El Sumo Pontífice Juan Pablo II, en el curso de la audiencia concedida al infrascrito Cardenal Prefecto, ha aprobado la presente declaración, formulada en la reunión ordinaria de esta S. Congregación, y ha ordenado su publicación”.

      
           Juzguen ustedes mismos de lo que pueda colegirse de todo lo dicho anteriormente. Poco más me queda por decir sobre el tema de la Iglesia y la masonería. Salvo esto: en el momento en que escribo este punto, a 19 de abril de 2005, y tras la muerte del Papa Juan Pablo II hace unos días, la chimenea del Vaticano ha dado por resuelta la cuestión de la sucesión. He seguido el acontecimiento con sumo interés. Debido a mi juventud, es la primera vez que asisto a una elección papal con conocimiento de causa. En la anterior tenía tan solo cuatro años. Me ha parecido interesantísimo el secreto con que la Iglesia Católica sigue envolviendo la elección que hacen los cardenales. He permanecido expectante la sucesión de fumatas negras hasta que ha salido el humo blanco, y me ha parecido un ritual bellísimo, pero un ritual al fin y al cabo. La fumata blanca me indica que hay nuevo Papa. Habemus Papam, corean todos los fieles en Roma y repiten los comentaristas por televisión. El distinguido para suceder a Juan Pablo II es Joseph Ratzinger, que ha elegido el nombre de Benedicto XVI. La Historia continúa.


             De Los Masones, Agustín Celis Sánchez, Ed. Albor Libros, Madrid, 2005.

 © Agustín Celis Sánchez