JORGE
LUIS BORGES
PIERRE
MENARD, AUTOR DEL QUIJOTE
El jardín de senderos que se bifurcan, 1941
Ficciones, 1944
A Silvina Ocampo
La obra visible
que ha
dejado este novelista es de fácil y breve
enumeración. Son, por lo tanto,
imperdonables las omisiones y adiciones perpetradas por madame Henri
Bachelier
en un catálogo falaz que cierto diario cuya tendencia
protestante no es un
secreto ha tenido la desconsideración de inferir a sus
deplorables lectores —si
bien estos son pocos y calvinistas, cuando no masones y circuncisos.
Los amigos
auténticos de Menard han visto con alarma ese
catálogo y aun con cierta
tristeza. Diríase que ayer nos reunimos ante el
mármol final y entre los
cipreses infaustos y ya el Error trata de empañar su
Memoria... Decididamente,
una breve rectificación es inevitable
Me consta que es muy fácil recusar mi pobre autoridad.
Espero, sin embargo, que
no me prohibirán mencionar dos altos testimonios. La
baronesa de Bacourt (en
cuyos vendredis inolvidables tuve el honor de conocer al llorado poeta)
ha
tenido a bien aprobar las líneas que siguen. La condesa de
Bagnoregio, uno de
los espíritus más finos del principado de
Mónaco (y ahora de Pittsburgh,
Pennsylvania, después de su reciente boda con el
filántropo internacional Simón
Kautzsch, tan calumniado, ¡ay!, por las víctimas
de sus desinteresadas
maniobras) ha sacrificado “a la veracidad y a la
muerte” (tales son sus
palabras) la señoril reserva que la distingue y en una carta
abierta publicada
en la revista Luxe me concede asimismo su beneplácito. Esas
ejecutorias, creo,
no son insuficientes.
He dicho que la obra visible de Menard es fácilmente
enumerable. Examinado con
esmero su archivo particular, he verificado que consta de las piezas
que
siguen:
a) Un soneto simbolista
que apareció dos veces (con variaciones) en la revista La Conque
(números de marzo y
octubre de 1899).
b) Una monografía sobre la posibilidad de construir un
vocabulario poético de
conceptos que no fueran sinónimos o perífrasis de
los que informan el lenguaje
común, “sino objetos ideales creados por una
convención y esencialmente
destinados a las necesidades poéticas”
(Nîmes, 1901).
c) Una monografía sobre “ciertas conexiones o
afinidades” del pensamiento de
Descartes, de Leibniz y de John Wilkins (Nîmes, 1903).
d) Una monografía sobre la
Characteristica Universalis de Leibniz
(Nîmes, 1904).
e) Un artículo técnico sobre la posibilidad de
enriquecer el ajedrez eliminando
uno de los peones de torre. Menard propone, recomienda, discute y acaba
por
rechazar esa innovación.
f) Una monografía sobre el Ars Magna Generalis de
Ramón Llull (Nîmes, 1906).
g) Una traducción con prólogo y notas del Libro
de la invención liberal y arte
del juego del axedrez de Ruy López de Segura
(París, 1907).
h) Los borradores de una monografía sobre la
lógica simbólica de George Boole.
i) Un examen de las leyes métricas esenciales de la prosa
francesa, ilustrado
con ejemplos de SaintSimon (Revue des Langues Romanes,
Montpellier, octubre de
1909).
j) Una réplica a Luc Durtain (que había negado la
existencia de tales leyes)
ilustrada con ejemplos de Luc Durtain (Revue des Langues Romanes,
Montpellier,
diciembre de 1909).
k) Una traducción manuscrita de la Aguja
de navegar cultos de Quevedo, intitulada La Boussole
des précieux.
l) Un prefacio al catálogo de la exposición de
litografías de Carolus Hourcade
(Nîmes, 1914).
m) La obra Les Problèmes d'un problème
(París, 1917) que discute en orden
cronológico las soluciones del ilustre problema de Aquiles y
la tortuga. Dos
ediciones de este libro han aparecido hasta ahora; la segunda trae como
epígrafe el consejo de Leibniz Ne craignez point, monsieur,
la tortue, y
renueva los capítulos dedicados a Russell y a Descartes.
n) Un obstinado análisis de las “costumbres
sintácticas” de Toulet (N.R.F.,
marzo de 1921). Menard recuerdo declaraba que
censurar y alabar son
operaciones sentimentales que nada tienen que ver con la
crítica.
o) Una transposición en alejandrinos del
Cimetière marin, de Paul Valéry
(N.R.F., enero de 1928).
p) Una invectiva contra Paul Valéry, en las Hojas para la
supresión de la
realidad de Jacques Reboul. (Esa invectiva, dicho sea entre
paréntesis, es el
reverso exacto de su verdadera opinión sobre
Valéry. Éste así lo
entendió y la
amistad antigua de los dos no corrió peligro.)
q) Una “definición” de la condesa de
Bagnoregio, en el “victorioso volumen” la
locución es de otro colaborador, Gabriele
d'Annunzio que anualmente publica
esta dama para rectificar los inevitables falseos del periodismo y
presentar
“al mundo y a Italia” una auténtica
efigie de su persona, tan expuesta (en
razón misma de su belleza y de su actuación) a
interpretaciones erróneas o
apresuradas.
r) Un ciclo de admirables sonetos para la baronesa de Bacourt (1934).
s) Una lista manuscrita de versos que deben su eficacia a la
puntuación[1].
Hasta aquí (sin otra
omisión que unos vagos sonetos circunstanciales para el
hospitalario, o ávido,
álbum de madame Henri Bachelier) la obra visible de Menard,
en su orden
cronológico. Paso ahora a la otra: la
subterránea, la interminablemente
heroica, la impar. También, ¡ay de las
posibilidades del hombre!, la
inconclusa. Esa obra, tal vez la más significativa de
nuestro tiempo, consta de
los capítulos noveno y trigésimo octavo de la
primera parte del Don Quijote y
de un fragmento del capítulo veintidós. Yo
sé que tal afirmación parece un
dislate; justificar ese “dislate” es el objeto
primordial de esta nota[2].
Dos textos de valor desigual inspiraron la empresa. Uno es aquel
fragmento
filológico de Novalis —el que lleva el
número 2005 en la edición de
Dresden—
que esboza el tema de la total identificación con un autor
determinado. Otro es
uno de esos libros parasitarios que sitúan a Cristo en un
bulevar, a Hamlet en la Cannebiére o
a don
Quijote en Wall Street. Como todo hombre de buen gusto, Menard
abominaba de esos
carnavales inútiles, sólo aptos
decía para ocasionar el plebeyo placer del
anacronismo o (lo que es peor) para embelesarnos con la idea primaria
de que
todas las épocas son iguales o de que son distintas.
Más interesante, aunque de
ejecución contradictoria y superficial, le
parecía el famoso propósito de
Daudet: conjugar en una figura, que es Tartarín, al
Ingenioso Hidalgo y a su
escudero... Quienes han insinuado que Menard dedicó su vida
a escribir un
Quijote contemporáneo, calumnian su clara memoria.
No quería componer otro Quijote —lo cual es
fácil— sino el Quijote. Inútil
agregar que no encaró nunca una transcripción
mecánica del original; no se
proponía copiarlo. Su admirable ambición era
producir unas páginas que
coincidieran palabra por palabra y línea por
línea con las de Miguel de
Cervantes.
“Mi propósito es meramente asombroso”,
me escribió el 30 de septiembre de 1934
desde Bayonne. “El término final de una
demostración teológica o metafísica
—el
mundo externo, Dios, la causalidad, las formas universales—
no es menos
anterior y común que mi divulgada novela. La sola diferencia
es que los
filósofos publican en agradables volúmenes las
etapas intermediarias de su
labor y que yo he resuelto perderlas.”
En efecto,
no
queda un solo borrador que atestigüe ese trabajo de
años.
El método inicial que imaginó era relativamente
sencillo. Conocer bien el
español, recuperar la fe católica, guerrear
contra los moros o contra el turco,
olvidar la historia de Europa entre los años de 1602 y de
1918, ser Miguel de
Cervantes. Pierre Menard estudió ese procedimiento
(sé que logró un manejo
bastante fiel del español del siglo diecisiete) pero lo
descartó por fácil.
¡Más bien por imposible! dirá el
lector. De acuerdo, pero la empresa era de
antemano imposible y de todos los medios imposibles para llevarla a
término,
éste era el menos interesante. Ser en el siglo veinte un
novelista popular del
siglo diecisiete le pareció una disminución. Ser,
de alguna manera, Cervantes y
llegar al Quijote le pareció menos arduo
—por consiguiente, menos interesante—
que seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote, a
través de las
experiencias de Pierre Menard. (Esa convicción, dicho sea de
paso, le hizo
excluir el prólogo autobiográfico de la segunda
parte del Don Quijote. Incluir
ese prólogo hubiera sido crear otro personaje
—Cervantes— pero también hubiera
significado presentar el Quijote en función de ese personaje
y no de Menard.
Éste, naturalmente, se negó a esa facilidad.)
“Mi empresa no es difícil,
esencialmente” leo en otro lugar de la carta. “Me
bastaría ser inmortal para
llevarla a cabo.” ¿Confesaré que suelo
imaginar que la terminó y que leo el
Quijote —todo el Quijote— como si lo hubiera
pensado Menard? Noches pasadas, al
hojear el capítulo xxvi —no ensayado nunca por
él— reconocí el estilo de
nuestro amigo y como su voz en esta frase excepcional: las ninfas de
los ríos,
la dolorosa y húmida Eco. Esa conjunción eficaz
de un adjetivo moral y otro
físico me trajo a la memoria un verso de Shakespeare, que
discutimos una tarde:
Where
a malignant and a turbaned Turk...
¿Por qué precisamente el Quijote? dirá
nuestro lector. Esa preferencia, en un
español, no hubiera sido inexplicable; pero sin duda lo es
en un simbolista de
Nîmes, devoto esencialmente de Poe, que engendró a
Baudelaire, que engendró a
Mallarmé, que engendró a Valéry, que
engendró a Edmond Teste. La carta
precitada ilumina el punto. “El Quijote”, aclara
Menard, “me interesa
profundamente, pero no me parece ¿cómo lo
diré? inevitable. No puedo imaginar
el universo sin la interjección de Edgar Allan Poe:
Ah,
bear in mind this garden was enchanted!
o
sin el Bateau ivre o el Ancient
Mariner, pero me sé capaz de imaginarlo sin el Quijote.
(Hablo, naturalmente,
de mi capacidad personal, no de la resonancia histórica de
las obras.) El
Quijote es un libro contingente, el Quijote es innecesario. Puedo
premeditar su
escritura, puedo escribirlo, sin incurrir en una tautología.
A los doce o trece
años lo leí, tal vez íntegramente.
Después, he releído con atención
algunos
capítulos, aquellos que no intentaré por ahora.
He cursado asimismo los
entremeses, las comedias, la Galatea, las Novelas
ejemplares, los trabajos sin duda
laboriosos de Persiles y Segismunda y el Viaje del Parnaso... Mi
recuerdo
general del Quijote, simplificado por el olvido y la indiferencia,
puede muy
bien equivaler a la imprecisa imagen anterior de un libro no escrito.
Postulada
esa imagen (que nadie en buena ley me puede negar) es indiscutible que
mi
problema es harto más difícil que el de
Cervantes. Mi complaciente precursor no
rehusó la colaboración del azar: iba componiendo
la obra inmortal un poco à la
diable, llevado por inercias del lenguaje y de la invención.
Yo he contraído el
misterioso deber de reconstruir literalmente su obra
espontánea. Mi solitario
juego está gobernado por dos leyes polares. La primera me
permite ensayar
variantes de tipo formal o psicológico; la segunda me obliga
a sacrificarlas al
texto ‘original’ y a razonar de un modo irrefutable
esa aniquilación... A esas
trabas artificiales hay que sumar otra, congénita. Componer
el Quijote a
principios del siglo diecisiete era una empresa razonable, necesaria,
acaso
fatal; a principios del veinte, es casi imposible. No en vano han
transcurrido
trescientos años, cargados de complejísimos
hechos. Entre ellos, para mencionar
uno solo: el mismo Quijote.”
A pesar de esos tres obstáculos, el fragmentario Quijote de
Menard es más sutil
que el de Cervantes. Éste, de un modo burdo, opone a las
ficciones
caballerescas la pobre realidad provinciana de su país;
Menard elige como
“realidad” la tierra de Carmen durante el siglo de
Lepanto y de Lope. ¡Qué
españoladas no habría aconsejado esa
elección a Maurice Barrès o al doctor
Rodríguez Larreta! Menard, con toda naturalidad, las elude.
En su obra no hay
gitanerías ni conquistadores ni místicos ni
Felipe II ni autos de fe.
Desatiende o proscribe el color local. Ese desdén indica un
sentido nuevo de la
novela histórica. Ese desdén condena a
Salammbô, inapelablemente.
No menos asombroso es considerar capítulos aislados. Por
ejemplo, examinemos el
xxxviii de la primera parte, “que trata del curioso discurso
que hizo don
Quixote de las armas y las letras”. Es sabido que don Quijote
(como Quevedo en
el pasaje análogo, y posterior, de La hora de todos) falla
el pleito contra las
letras y en favor de las armas. Cervantes era un viejo militar: su
fallo se
explica. ¡Pero que el don Quijote de Pierre Menard
—hombre contemporáneo de La
trahison des clercs y de Bertrand Russell— reincida en esas
nebulosas
sofisterías! Madame Bachelier ha visto en ellas una
admirable y típica
subordinación del autor a la psicología del
héroe; otros (nada perspicazmente)
una transcripción del Quijote; la baronesa de Bacourt, la
influencia de
Nietzsche. A esa tercera interpretación (que juzgo
irrefutable) no sé si me
atreveré a añadir una cuarta, que condice muy
bien con la casi divina modestia
de Pierre Menard: su hábito resignado o irónico
de propagar ideas que eran el
estricto reverso de las preferidas por él. (Rememoremos otra
vez su diatriba
contra Paul Valéry en la efímera hoja
superrealista de Jacques Reboul.) El
texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos,
pero el segundo es
casi infinitamente más rico. (Más ambiguo,
dirán sus detractores; pero la
ambigüedad es una riqueza.)
Es una revelación cotejar el Don Quijote de Menard con el de
Cervantes. Éste,
por ejemplo, escribió (Don Quijote, primera parte, noveno
capítulo):
“...
la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo,
depósito de las
acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente,
advertencia de
lo por venir”.
Redactada
en el siglo diecisiete, redactada por el “ingenio
lego” Cervantes, esa
enumeración es un mero elogio retórico de la
historia. Menard, en cambio,
escribe:
“..
la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo,
depósito de las
acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente,
advertencia de
lo por venir”.
La
historia, madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard,
contemporáneo de
William James, no define la historia como una indagación de
la realidad sino
como su origen. La verdad histórica, para él, no
es lo que sucedió; es lo que
juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales
—ejemplo y aviso de lo presente,
advertencia de lo por venir— son descaradamente
pragmáticas.
También es vívido el contraste de los estilos. El
estilo arcaizante de Menard
—extranjero al fin— adolece de alguna
afectación. No así el del precursor, que
maneja con desenfado el español corriente de su
época.
No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil.
Una doctrina es al
principio una descripción verosímil del universo;
giran los años y es un mero
capítulo —cuando no un párrafo o un
nombre— de la historia de la filosofía. En
la literatura, esa caducidad es aún más notoria.
El Quijote —me dijo Menard—
fue ante todo un libro agradable; ahora es una ocasión de
brindis patriótico,
de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo. La gloria es una
incomprensión y quizá la peor.
Nada tienen de nuevo esas comprobaciones nihilistas; lo singular es la
decisión
que de ellas derivó Pierre Menard. Resolvió
adelantarse a la vanidad que
aguarda todas las fatigas del hombre; acometió una empresa
complejísima y de
antemano fútil. Dedicó sus escrúpulos
y vigilias a repetir en un idioma ajeno
un libro preexistente. Multiplicó los borradores;
corrigió tenazmente y
desgarró miles de páginas manuscritas[3].
No
permitió que fueran examinadas por nadie y cuidó
que no le sobrevivieran. En
vano he procurado reconstruirlas.
He reflexionado que es lícito ver en el Quijote
“final” una especie de
palimpsesto, en el que deben traslucirse los rastros —Tenues
pero no indescifrables—
de la “previa” escritura de nuestro amigo.
Desgraciadamente, sólo un segundo
Pierre Menard, invirtiendo el trabajo del anterior, podría
exhumar y resucitar
esas Troyas...
“Pensar, analizar, inventar (me escribió
también) no son actos anómalos, son la
normal respiración de la inteligencia. Glorificar el
ocasional cumplimiento de
esa función, atesorar antiguos y ajenos pensamientos,
recordar con incrédulo
estupor que el doctor universalis pensó, es confesar nuestra
languidez o
nuestra barbarie. Todo hombre debe ser capaz de todas las ideas y
entiendo que
en el porvenir lo será.”
Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una
técnica nueva el arte
detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del
anacronismo deliberado y
de las atribuciones erróneas. Esa técnica de
aplicación infinita nos insta a
recorrer la
Odisea
como si fuera posterior a la Eneida y el libro Le
jardin du Centaure de madame Henri
Bachelier como si fuera de madame Henri Bachelier. Esa
técnica puebla de
aventura los libros más calmosos. Atribuir a Louis Ferdinand
Céline o a James
Joyce la
Imitación
de Cristo ¿no es una suficiente renovación de
esos tenues avisos espirituales?
Nîmes, 1939
[1]
Madame Henri Bachelier enumera asimismo una versión literal
de la versión
literal que hizo Quevedo de la
Introducción à la vie
dévote de San Francisco de Sales. En la
biblioteca de Pierre Menard no hay rastros de tal obra. Debe tratarse
de una
broma de nuestro amigo, mal escuchada.
[2]
Tuve
también el propósito secundario de bosquejar la
imagen de Pierre Menard. Pero
¿cómo atreverme a competir con las
páginas áureas que me dicen prepara la
baronesa de Bacourt o con el lápiz delicado y puntual de
Carolus Hourcade?
[3]
Recuerdo sus cuadernos cuadriculados, sus negras tachaduras, sus
peculiares
símbolos tipográficos y su letra de insecto. En
los atardeceres le gustaba
salir a caminar por los arrabales de Nîmes; solía
llevar consigo un cuaderno y
hacer una alegre fogata.
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