AGUSTÍN CELIS SÁNCHEZ

BIBLIOTECA

GIACOMO CASANOVA

MEMORIAS

Escritas entre 1790-1798

PREFACIO

Comienzo declarando al lector que, en todo cuanto he hecho en el curso de mi vida, bueno o malo, estoy seguro de haber merecido elogios y censuras, y que, por tanto, debo creerme libre.

La doctrina de los estoicos y de cualquier otra secta sobre la fuerza del sino es una quimera de la imaginación que se debe al ateísmo. Yo soy no sólo monoteísta, sino cristiano fortificado por la filosofía, que siempre ha sido útil.

Creo en la existencia de un Dios inmaterial, autor y señor de todas las formas; y lo que me demuestra que nunca he dudado de Él es que siempre he confiado en su Providencia, he recurrido a Él con la oración en mis malos mometnos, y siempre me ha escuchado. La desesperación mata; la oración la hace desvanecerse, y cuando el hombre ha orado, siente confianza y actúa. En cuanto  a los medios de que se sirve el Soberano de los seres para apartar las desgracias inminentes de aquellos que imploran su ayuda, su conocimiento está por encima del poder de comprensión del hombre, que, en el mismo instante en que contempla la incomprensibilidad de la Providencia divina, se ve reducido a adorarla. Nuestra ignorancia viene a ser nuestro único recurso, y los verdaderamente dichosos son aquellos que la aman.

Por tanto, hay que rezar a Dios y creer que se ha obtenido la gracia que se le pedía,, incluso cuando las apariencias nos muestran lo contrario. En lo que toca a la postura del cuerpo en la que se ha de estr cuando se dirige uno al Creador, un verso de Petrarca nos lo indica:

Con le ginocchie della mente inchine[1].

El hombre es libre, pero deja de serlo si no cree en su libertad; y cuanto más fuerte supone al destino, tanto más se priva de la fuerza que Dios le ha concedido al dotarle de razón. La razón es una pequeña parte de la divinidad del Creador. Si la empleamos para ser humildes y justos, no podemos sino complacer a aquel que nos la dio. Dios no deja de ser Dios sino para aquellos que conciben su no-existencia como posible; y esta concepción ha de ser para ellos el mayor castigo que puedan sufrir.

A pesar de que el hombre es libre, no por ello debemos creer que sea dueño de hacer cuanto le viene en gana; porque se hace esclavo cuando se deja arrastrar a la acción, cuando una pasión le domina. Aquel que tiene la fuerza de dejar en suspenso la acción hasta que retorna la calma, es el verdadero sabio; pero tales seres son raros.

El lector verá en estas Memorias que, no habiéndome enderezado nunca hacia un punto fijo, el único sistema que he tenido, suponiendo que lo sea, fue el de dejarme llevar por el viento que soplaba. ¡Cuántas visicitudes acarrea esta independencia de método! Mis éxitos y mis fracasos, lo bueno y lo malo que he experimentado, todo me ha demostrado que este mundo, tanto físico como moral, el bien sale siempre del mal, igual que el mal del bien. Mis desvíos enseñarán a los pensadores a seguir los caminos opuestos, o les revelarán el gran arte de mantenerse siempre alejados del peligro. No se trata más que de tener valor, porque la fuerza sin confianza no sirve de nada. He visto con mucha frecuencia que tras un acto imprudente, que debía haberme llevado al precipicio, venía la felicidad; y, mientras me censuraba, daba gracias a Dios. También he visto, por el contrario, cómo una conducta mesurada y dictada por la prudencia traía dolorosas desgracias. Esto me humillaba; pero, convencido de haber tenido razón, me consolaba fácilmente.

A pesar de un fondo de excelente moral, fruto obligado de los divinos principios arraigados en mi alma, he sido, durante toda mi vida, víctima de mis sentidos; me he complacido en descarriarme, he vivido continuamente en el error, sin más consuelo que el de saberme en él. Así, pues, queridos lectores, espero que, lejos de encontrar en mi historia la impronta de una jactancia desvergonzada, no encontréis sino la que conviene a una confesión general, sin que en el estilo de mis narraciones halléis ni los rasgos de un penitente ni el embarazo de aquel que se sonroja al confesar sus desvíos. Son locuras de juventud; observaréis que me río de ellas, y, si sois indulgentes, reiréis conmigo.

Reiréis cuando veáis que no he tenido escrúpulos para engañar a los alocados, los granujas y los tontos cuando me era preciso. Por lo que toca a las mujeres, se trata de engaños recíprocos que no entran en la cuenta, porque cuando el amor se mete por medio, es cosa común que los unos engañen a los otros. Por lo que a los tontos respecta, es cosa muy distinta. Me congratulo siempre que me acuerdo de haber hecho caer en mis redes a alguno de ellos, porque son insolentes y presuntuosos, más allá de toda razón. Se venga a esta cuando se engaña a un tonto, y la victoria merece la pena, porque el tonto está acorazado y, con frecuencia no se sabe por dónde cogerlo. Creo, en fin, que engañar a un tonto es una hazaña digna de un hombre de ingenio. Lo que me ha metido en la sangre desde el primer día esta aversión invencible para la ralea de los necios, es que yo mismo me encuentro tonto cuando estoy en su compañía. Estoy lejos de confundirlos con las personas a las que se califica de estúpidas; porque a estas, que no lo son sino por defecto de educación, les tengo cierto afecto. He conocido a algunas de ellas, harto cabales, y que dentro de su estupidez no les falta ingenio y poseen un recto sentido común que les distingue profundamente del género de los necios. Son ojos enfermos de cataratas, sin cuya enfermedad serían muy bellos.

Examinando el sentido de este prefacio, querido lector, adivinarás fácilmente mi propósito. Lo he escrito porque quiero que se me conozca antes de leerme. Solamente en un café o a la mesa de un huésped se habla con los desconocidos.

He escrito mi historia, cosa que nadie podrá encontrar censurable; ¿pero hago bien al darla a un público al que no conozco sino mal? No, sé que hago una locura; pero, si siento la necesidad de ocuparme en algo y de reírme, ¿por qué abstenerme de ello?

Expulit elleboro morbum bilemque meraco[2].

Un antiguo nos dice con tono doctrinal: "Si no has realizado cosas dignas de escribir, escribe, por lo menos, cosas dignas de leerse."

Es un precepto tan bello como un diamante de aguas purísimas, tallado en Inglaterra; pero no se me puede aplicar en ningún caso porque no escribo una novela ni la historia de un personaje ilustre. Digna o indigna, mi vida es mi materia, y mi materia, mi vida. Como he vivido sin pensar jamás que un día pudiera sentir el deseo de escribirla, tal vez tenga un carácter interesante, que no hubiera tenido, indudablemente, si hubiera vivido con la intención de escribirla en los años de mi vejez, y, más aún, de publicarla.

A la edad de setenta y dos años, en 1797, cuando puedo decir Vixi a pesar de que todavía vivo, me sería difícil crearme un entrenimiento más agradable que el de ocuparme de mis propios asuntos, y dar lugar a que se rían las gentes de bien que me leen, que siempre me han dado pruebas de amistad y a las que siempre he frecuentado. Para escribir bien, no tengo más que imaginarme que ellas me leerán:

Qual cumque dixi, si placuerint, dictavit auditor[3].

Por lo que a los profanos respecta, a los que no podré impedir que me lean, me basta con saber que no escribo para ellos.

Al acordarme de los placeres que he experimentado, los revivo y gozo con ellos por segunda vez, y me río de las penas que he sufrido y que ya no siento. Miembro del Universo, hablo al aire y me figuro que rindo cuentas de mi gestión, igual que un mayordomo a su amo antes de marcharse. En cuanto a mi porvenir, nunca he querido preocuparme filosóficamente, porque no sé nada de él; y porque, como cristiano, considero que la fe debe creer sin razonar, y que la más pura guarda un profundo silencio. Sé que he existido, porque he sentido; y puesto que el sentir me da este conocimiento, sé también que ya no existirá cuando haya dejado de sentir.

Si sintiera después de mi muerte, no dudaría ya de nada; pero desmentiré a todos los que me vengan a decir que he muerto.

Como mi historia debe empezar por el hecho más lejano que me pueda ofrecer mi memoria, se iniciará a la edad de ocho años y cuatro meses. Antes de esta época, si es cierto que vivere cogitare est[4], no vivía aún: vegetaba. El pensamiento del hombre, que no consiste más que en las comparaciones que se hacen para examinar las sensaciones, no puede preceder a la existencia de la memoria. El órgano adecuado para ella no se desarrolló en mi cabeza hasta ocho años después de mi nacimiento: fue entonces cuando mi alma comenzó a ser capaz de recibir impresiones. Cómo una sustancia inmaterial, que no puede nec tangare nec tangi[5], puede recibir impresiones, es algo que no le es dado al hombre explicar.

Una filosofía consoladora, de acuerdo con la religión, pretende que la dependencia en que el alma se encuentra en relación con los sentidos y los órganos no es sino fortuita y pasajera, y que el alma será libre y feliz cuando la muerte del cuerpo la haya liberado de esta dependencia tiránica. Esto es muy hermoso; pero sin la religión, ¿qué garantía tendríamos de ello? No pudiendo, pues, por mis propias luces, alcanzar la certeza absoluta de ser inmortal sino después de haber dejado de vivir, se me perdonará el que no tenga prisa por llegar a conocer esta verdad, pues un conocimiento que cuesta la vida me parece demasiado caro. Mientras tanto, adoro a Dios, prohibiéndome toda acción injusta, y aborrezco a los perversos, sin hacerles daño. Me basta con abstenerme de beneficiarles, pues estoy convencido de que no hay que criar cuervos.

Ante la obligación de decir también algo sobre mi carácter y mi temperamento, el más indulgente de mis lectores no será ni el menos sincero ni el más falto de ingenio.

He tenido, sucesivamente, todos los temperamentos: el colérico en mi infancia, el sanguíneo en la juventud; más tarde, el bilioso, y, por fin, el melancólico, que, probablemente, no me abandonará ya. He adaptado mi alimentación a mi constitución, y siempre he gozado de buena salud; y como aprendí pronto que lo que la altera es siempre el exceso, sea de alimentos o de abstinencia, nunca he tenido otro médico que yo mismo. Debo decir ahora que encuentro el exceso por falta mucho más peligroso que el exceso por hartazgo; en efecto, si este último produce una indigestión, el otro puede producir la muerte.

Hoy, que soy viejo, necesito, a pesar del buen estado de mi estómago, no hacer sino una comida al día; pero lo que me compensa de esta privación es el dulce sueño y la facilidad con que llevo mis razonamientos al papel sin necesidad de paradojas ni de sofismas, que más podrían engañarme a mí que a mis lectores, porque nunca podría decidirme a darles moneda falsa sabiendo yo que lo era.

El temperamento sanguíneo me hizo muy sensible a los atractivos de la voluptuosidad; estaba siempre alegre y siempre dispuesto a pasar de un goce a otro nuevo, siendo, al mismo tiempo, muy ingenioso para inventarlos. De ahí me vino, sin duda, mi inclinación a trabar nuevas amistades y mi facilidad para romperlas, aunque siempre con conocimiento de causa y nunca por pura ligereza. Los defectos del temperamento son incorregibles, porque este no depende de nuestras fuerzas; no así el carácter. Lo que constituye el carácter es la razón y el corazón; el temperamento no cuenta casi para nada, pues depende de la educación, y, por consiguiente, se puede corregir y reformar.

Dejo a otros decidir si es malo o bueno; pero, tal como es, está grabado en mi fisonomía, y todo hombre experimentado puede percatarse. Solo en ella se hace el carácter asequible a la vista: esta es su sede. Observemos que los hombres que no tienen fisonomía ninguna - y son muy numerosos-, tampoco tienen lo que se llama un carácter, y deduzcamos de ahí la regla según la cual la diversidad de las fisonomías iguala a la de los caracteres.

Reconociendo que durante toda mi vida he actuado más a impulsos de los sentimientos que obedeciendo al resultado de mis reflexiones, he creído reconocer que mi conducta ha dependido más de mi carácter que de mi razón, que habitualmente han sido opuestos, y, en sus choques constantes, nunca me pareció tener una razón a la altura de mi carácter ni un carácter a la altura de mi razón. Pero dejémoslo aquí, porque, si es cierto que: Si brevis esse volo, obscurus fio[6], creo que, sin ofender a la modestia, puedo aplicarme estas palabras de mi querido Virgilio:

 

Nec sum adeo informis: nuper me in littore vidi / cum placidum ventis staret mare[7].

Mi ocupación principal fue siempre cultivar el goce de mis sentidos; nunca tuve otra más importante. Como consideraba que había nacido para el bello sexo, lo he amado siempre y me he hecho amar por él cuanto he podido. También he gustado de las delicias de la buena mesa, y siempre me ha apasionado cualquier objeto que excitara mi curiosidad.

He tenido amigos que me han hecho bien, y gozado la dicha de mostrarles mi agradecimiento. También he tenido enemigos odiosos que me han perseguido, y a los que no he exterminado porque no estaba en mi poder hacerlo. Nunca les habría perdonado, si no hubiera olvidado el daño que me han hecho. El hombre que olvida una ofensa, no la perdona, la olvida, pues el perdón parte de un sentimiento heroico, de un corazón noble, de un espíritu generoso, mientras que el olvido viene de una debilidad de la memoria, o de la despreocupación, amiga de un alma pacífica, y frecuentemente, de la necesidad de calma y de tranquilidad; en efecto, el odio, a la larga, mata al infortunado que se complace en alimentarlo.

Si se me califica de sensual, se cometerá una equivocación, porque la fuerza de mis sentidos nunca me ha hecho descuidar mis deberes cuando los he tenido. Por esta misma razón, nunca se debería haber llamado beodo a Homero:

Laudibus arguitur vini vinosus Homerus[8].

Me han gustado los manjares de sabor fuerte; el paté de macarrones hecho por un buen cocinero napolitano, la olla podrida de los españoles, el bacalao de Terranova, bien pegajoso, la caza de aroma embriagador y los quesos cuya perfección se pone de manifiesto cuando los pequeños seres que en ellos se forman empiezan a hacerse visibles. En cuanto a las mujeres, siempre me ha parecido dulce el olor de las que he amado.

Se dirá que son gustos depravados, que es una vergüenza saber que se tienen y no sonrojarse. Estas críticas me dan risa; en efecto, gracias a mis gustos bastos, me creo más feliz que otros, puesto que estoy convencido de que gracias a ellos puedo gozar de mayores placeres. Felices aquellos que, sin hacer daño a nadie, saben conseguirlos, e insensatos los que se imaginan que el Ser Supremo pueda celebrar los dolores, las penas y las abstinencias que les ofrecen como sacrificio, y que solo ama a los extravagantes que se las imponen. Dios no puede exigir a sus criaturas sino la práctica de las virtudes cuyo germen Él ha colocado en su alma, y no nos ha dado nada cuyo fin no sea hacernos felices: amor propio, ambición de alabanzas, sentimiento de emulación, fuerza, valor, y una facultad de la que nada puede privarnos: la de matarnos si, tras un cálculo, acertado o erróneo, tenemos la desgracia de considerar que ello nos conviene. Esta es la prueba más sólida de nuestra libertad moral, que tanto ha combatido el sofisma. La Naturaleza toda, sin embargo, aborrece esta facultad; y con razón deben todas las religiones proscribirla.

Uno que pretendía ser librepensador me dijo un día que no podía considerarme filósofo y admitir la revelación. Pero, si no dudamos de ella en física, ¿por qué no hemos de admitirla en materia de religión? Es sólo cuestión de forma. La razón habla a la razón y no a los oídos. Los principios de todo cuanto sabemos no pueden sino haber sido revelados a aquellos que nos los han comunicado, por el gran y supremo principio que los contiene todos. La abeja que hace su colmena, la golondrina que hace su nido, la hormiga que construye su caverna y la araña que teje su tela, no habrían hecho nada jamás sin una revelación previa y eterna. Hemos de creer que esto es así o reconocer que la materia piensa. Pero como no nos atrevemos a hacer tan gran honor a la materia, atengámonos a la revelación.

Aquel gran filósofo que, tras haber estudiado la Naturaleza, creyó que podía cantar victoria reconociendo a Dios en ella, murió demasiado pronto. Si hubiese vivido algo más, hubiera llegado mucho más lejos y su viaje no habría sido largo; al encontrarse con su autor, no hubiera podido seguir negándolo: in eo movemur et sumus[9]. Le habría parecido inconcebible, y no se hubiera ocupado más del asunto.

Dios, gran principio de todos los principios y que jamás tuvo principio, ¿podría concebirse a sí mismo, si para ello tuviera necesidad de conocer su propio principio?

¡Oh, feliz ignorancia! Spinoza, el virtuoso Spinoza, murió antes de llegar a dominarla. Hubiera muerto sabio y con derecho a la recompensa de sus virtudes, de haber supuesto que su alma era inmortal.

Es falso que la pretensión a una recompensa no convenga a la verdadera virtud y que ofenda su pureza; pues, por el contrario, sirve para mantenerla, dado que el hombre es demasiado débil para desear la virtud con el fin de complacerse a sí mismo. Tengo por mítico a aquel Anfiaraús que vir bonus esse quam videri malebat[10]. Creo, en fin, que no hay hombre honrado en el mundo que no tenga alguna aspiración, y voy a hablar de la mía.

Yo aspiro a la amistad, la estimación y la gratitud de mis lectores: su gratitud, si la lectura de mis Memorias les sirve de enseñanza y les divierte; su estimación, si, haciéndome justicia, me encuentran más cualidades que defectos, y su amistad desde el momento en que me encuentren digno de ella, por la sinceridad y la buena fe con que me entrego a su juicio, sin ningún disfraz y tal como soy.

Verán que he amado siempre la verdad con tal pasión, que muchas veces he comenzado mintiendo con el fin de llegar a introducirla en cerebros que desconocían sus encantos. No me guardarán rencor cuando vean que he vaciado el bolsillo de mis amigos para atender a mis caprichos, porque estos amigos tenían proyectos quiméricos y, al hacerles confiar en el éxito, esperaba curarles de ellos desengañándolos. Yo les engañaba para volverlos prudentes, y no me creía culpable, porque nunca actuaba por avaricia. Empleaba en pagar mis placeres las sumas destinadas a conseguir posesiones que la Naturaleza hace imposibles. Me sentiría culpable si hoy no fuera rico; pero no tengo nada, todo lo he tirado, y esto me consuela y me justifica. Era dinero destinado a locuras: no he cambiado, pues, su destino al utilizarlo para las mías.

Si me equivocara en mi esperanza de complacer al lector, confieso que lo sentiría, pero no tanto como para arrepentirme de haber escrito, porque nada me quitará lo que me he divertido. ¡Tedio cruel! Solo por olvido no te han hecho los autores de las penas del infierno figurar entre ellas.

Debo confesar, sin embargo, que no puedo evitar el temor a los silbidos: es un temor demasiado natural para osar jactarme de serles insensible; y está muy lejos de consolarme la idea de que, cuando aparezcan estas Memorias, habré dejado de existir. No puedo pensar sin horrorizarme en contraer alguna obligación con la muerte, a la que detesto; feliz o desgraciada, la vida es el único bien que el hombre posee, y los que no la aman no son dignos de ella. Si se el antepone el honor, es porque la infamia la ensombrece; y si en esta alternativa sucede, a veces, que se recurra a la muerte, la filosofía debe mantenerse en silencio.

¡Oh muerte! ¡Muerte cruel! Ley fatal que la Naturaleza debe reprobar, puesto que no tiendes más que a su destrucción. Cicerón dice que la muerte nos libera de los dolores; pero este gran filósofo anota el debe sin tener en cuenta el haber. No recuerdo si, cuando escribía sus Tusculanas, su Tulia había muerto ya. La muerte es un monstruo que expulsa del gran teatro a un espectador atento antes que haya acabado una obra que le interesa infinitamente. Solo esta razón debe bastar para hacerla odiosa.

No se encontrarán en estas Memorias todas mis aventuras; he omitido aquellas que hubieran podido molestar a las personas que participaron en ellas, porque hicieron mal papel. A pesar de mi reserva, no se me encontrará sino harto indiscreto, a veces, y lo siento. Si antes de mi muerte me hago prudente, y me da tiempo, lo quemaré todo: ahora no tengo valor para hacerlo.

Que no se me censure si, a veces, parece que pinto ciertas escenas de amor con demasiado detalle, a no ser que me juzgue mal pintor, ya que no se podría reprochar a mi ánimo gastado el que no sepa ya gozar sino por reminiscencia. Por lo demás, la virtud podrá saltarse todos los cuadros que la ofendan; esta es una advertencia que me creo en el deber de hacer. ¡Tanto peor para los que no lean el prefacio! No será mía la culpa, puesto que cada cual debe saber que un prefacio es a la obra lo que el cartel a una comedia: hay que leerlo.

No he escrito estas Memorias para la juventud, que para protegerse contra las caídas debe transcurrir en la ignorancia, sino más bien para aquellos que, a fuerza de haberla vivido, se han hecho inaccesibles a la seducción, y que, a fuerza de haber permanecido en el fuego, se han vuelto salamandras. Dado que las verdaderas virtudes no son más que hábitos, me atrevo a decir que los verdaderos virtuosos son aquellos que las practican sin el menor esfuerzo. Estos no tienen en absoluto la idea de la intolerancia, y para ellos es para quienes he escrito.

He escrito en francés, y no en italiano, porque la lengua francesa está más extendida que la mía; así, los puristas que me critiquen porque encuentren en mi estilo giros de mi país, tendrán razón, si es que esto les impide encontrarme claro. Los griegos gustaron de Teofrasto, a pesar de sus frases de Ereso, y los romanos, de Tito Livio, a pesar de su estilo paduano. Yo, si llego a interesar, puedo, según creo, aspirar a la misma indulgencia. Por lo demás, a toda Italia les gusta Algarotti, aunque su estilo esté plagado de galicismos.

Una cosa digna de atención es que todas las lenguas vivas que figuran en la República de las Letras, la francesa es la única que ha sido condenada por sus presidentes a no enriquecerse a expensas de las otras, mientras que estas, todas más ricas que ella en palabras, la saquean, tanto en lo relativo a las palabras como a los giros, siempre que se dan cuenta de que mediante estos préstamos pueden aumentar su belleza. Hay que decir también que los que más toman de ella son los primeros en publicar su pobreza, como si pretendieran justificar con ellos sus depredaciones. Se dice que como esta lengua ha llegado a tener todas las bellezas que se puedan poseer- y hay que reconocer que son muchas-, el menor rasgo extranjero la afearía; pero creo poder declarar, desde ahora, que tal sentencia ha sido pronunciada sin fundamento, porque aunque esta lengua sea la más clara, la más lógica de todas, sería temerario afirmar que no pueda ir más allá de lo que es. Aún recordamos que, en tiempos de Lulli, todo el país emitía el mismo juicio sobre su música: vino Rameau y todo cambió. El nuevo impulso que este pueblo ha tomado puede conducirle por caminos nunca vislumbrados hasta ahora, y pueden nacer nuevas bellezas y nuevas perfecciones de combinaciones nuevas y de nuevas necesidades.

La divisa que he adoptado justifica mis digresiones y los comentarios que hago, tal vez con demasiada frecuencia; sobre mis hazañas de todo tipo: Nequidquam sapit qui sibi nos sapit[11]. Por la misma razón, siempre he necesitado de los elogios de las gentes de bien:

Excitad auditor studium, laudataque virtus[12],  

Crescit, et inmensum gloria calcar habet[13]

Con gusto habría hecho gala aquí de este orgulloso axioma: Nemo laeditur nisi a seipso[14], si no hubiera temido escandalizar a las muchísimas personas que ante todo lo que les des desfavorable suelen exlamar: "¡No es culpa mía!". Hay que dejarles este pequeño consuelo, porque sin este refugio terminarían por odiarse a sí mismos, y el odio a sí mismo conduce frecuentemente a la idea funesta de suicidarse.

Por lo que a mí respecta, como me gusta considerarme siempre la causa principal del bien o del mal que me acontece, siempre me he visto con satisfacción en la situación de ser mi propio alumno y en el deber de ser mi propio receptor.

 



[1] Con las rodillas de la mente dobladas.

[2] Expulsa con eléboro purificado las enfermedades de la bilis.

[3] Si mis palabras han gustado, es el auditorio quien las ha dictado.

[4] Vivir es pensar.

[5] Ni tocar ni ser tocado.

[6] Si quiero ser breve, me torno oscuro.

[7] No soy tan feo: me he visto últimamente en la orilla

Cuando el mar estaba sereno.

[8] Por los elogios que le hace, Homero se revela amante del vino.

[9] En él nos movemos y somos.

[10] Que preferiría ser bueno más que parecerlo

[11] Quien no conoce su propio sabor, no puede gustar de las cosas

[12] El auditor excita el celo, el elogio acrecienta la virtud.

[13] Y la gloria es un poderoso aguijón.

[14] Nadie se ve perjudicado más que por sí mismo.