AGUSTÍN CELIS SÁNCHEZ

BIBLIOTECA

FERNANDO PESSOA

LIBRO DEL DESASOSIEGO

(Fragmentos)

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        Tengo grandes estancamientos. No es que, como todo el mundo, tarde días y días en contestar con una postal la carta urgente que me han escrito. No es que, como nadie, retrase indefinidamente lo fácil que me resulta útil, o lo útil que me resulta agradable. Hay más sutileza en mi falta de entendimiento conmigo mismo. Me estanco en el alma misma. Se produce en mí una suspensión de la voluntad, de la emoción, del pensamiento, y esta suspensión dura magnos días; sólo la vida vegetativa del alma -la palabra, el gesto, el hábito- me expresan yo para los demás, y, a través de ellos, para mí.

        Durante estos períodos de sombra, soy incapaz de pensar, de sentir, de querer. No sé escribir más que guarismos, o rayas. No siento, y la muerte de quien amase me haría la impresión de haber sucedido en una lengua extranjera. No puedo; es como si durmiese y mis gestos, mis palabras, mis actos acertados, no fuesen más que una respiración periférica, instinto rítmico de un organismo cualquiera.

        Así pasan días y días; no sé decir cuánto de mi vida, si hiciera la suma, no se habría pasado así. A veces me sucede que, cuando me desnudo de esta paralización, tal vez no me encuentre con la desnudez que supongo, y haya todavía prendas impalpables cubriendo la eterna ausencia de mi alma verdadera; se me ocurre que pensar, sentir, querer también pueden ser estancamientos, ante un más íntimo pensar, un sentir más mío, una voluntad perdida en algún lugar del laberinto de lo que realmente soy.

        Sea como sea, dejo que sea. Y al dios o a los dioses que haya, abandono lo que soy, conforme la suerte manda y el acaso hace, fiel a un compromiso olvidado.

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        Hacer una obra y reconocerla mala después de hecha es una de las tragedias de mi alma. Sobre todo es grande cuando se reconoce que esa obra es la mejor que se podía hacer. Pero al ir a escribir una obra, saber de antemano que tiene que ser imperfecta y fracasada; al estar escribiéndola, estar viendo que es imperfecta y fracasada: esto es el máximo de la tortura y de la humillación del espíritu. No sólo de los versos que escribo siento que no me satisfacen, sino que sé que los versos que estoy para escribir tampoco me satisfarán. Lo sé filosóficamente, como carnalmente, por una entrevisión oscura y gladiolada.

        ¿Por qué escribo entonces? Porque, predicador que soy de la renuncia, no he aprendido todavía a practicarla plenamente. No he aprendido a abdicar de la tendecia al verso y la prosa. Tengo que escribir como cumpliendo un castigo. Y el mayor castigo es el de saber que lo que escribo resulta enteramente fútil, fracasado e inseguro.

        De niño, escribía ya versos. Entonces escribía versos muy malos, pero los creía perfectos. Nunca más volveré a sentir el placer falso de producir obra perfecta. Lo que escribo hoy es mucho mejor. Es mejor, incluso, que lo que podrían escribir los mejores. Pero está infinitamente por debajo de que yo, no sé por qué, siento que podía -o tal vez como debía- escribir. Lloro por mis versos malos de la infancia como por un niño muerto, un hijo muerto, una última esperanza que despareciese.

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MANERA DE BIEN SOÑAR

         -Aplázalo todo. Nunca se debe hacer hoy lo que también se puede dejar de hacer mañana.

         Ni siquiera es necesario que se haga algo, mañana u hoy.

         -Vive tu vida. No seas vivido por ella.

         En la verdad y en el error, en el gozo y en el malestar, sé tu propio ser. Sólo podrás hacer eso soñando, porque tu vida real, tu vida humana es aqella que no es tuya, sino en los demás. Así, substituirás el sueño a la vida y te cuidarás tan sólo de soñar con perfección. En todos tus actos de la vida-real, desde el de nacer hasta el de morir, tú no actúas: eres actuado; tú no vives: eres vivido tan sólo.

        Vuélvete para los demás una esfinge absurda. Enciérrate, pero sin dar un portazo, en tu torre de marfil. Y tu torre de marfil eres tú mismo.

        Y si alguien te dice que esto es falso y absurdo, no lo creas. Pero tampoco creas en lo que yo te digo, porque no se debe creer en nada.

         ...

         Desprécialo todo, pero de modo que el despreciar no te cause molestias. No te juzgues superior a tu despreciar. El arte del desprecio está en eso.

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       He sido siempre un soñador irónico, infiel a las promesas interiores. He gozado siempre, como otro y extranjero, de las derrotas de mis devaneos, asistente casual a lo que pensé ser. Nunca he dado fe a aquello en que he creído. He llenado mis manos de arena, le he llamado oro, y he abierto las manos de toda ella, escurridiza. La frase había sido la única verdad. Una vez dicha la frase, todo está hecho; lo demás era la arena que siempre había sido.

        Si no fuese por el soñar siempre, por el vivir en una perpetua enajenación, podría, de buen grado, llamarme un realista, es decir, un individuo para quien el mundo exterior es /una nación/ independiente. Pero prefiero no darme nombre, ser lo que soy con /cierta/ oscuridad y tener para conmigo mismo la malicia de no saberme prever.

        Tengo una especie de deber de soñar siempre, pues, no siendo más, ni queriendo ser más, que un espectador de mí mismo, tengo que tener el mejor espectáculo que puedo. Así me construyo con oro y sedas, en salas supuestas, tablado falso, escenario antiguo, sueño creado entre juego de luces suaves y músicas invisibles. (...)