MARIANO
JOSÉ DE LARRA
LAS CIRCUNSTANCIAS
Publicado
en Revista Española, n.º 131, 15
de
diciembre de 1833. Firmado: Fígaro. (Texto completo) Las
circunstancias, he pensado muchas veces, suelen ser la
excusa de los errores y la disculpa de las opiniones. La torpeza o mala
conducta hallan en boca del desgraciado un tápalo todo en
las circunstancias,
que, dice, le han traído a menos. En estas reflexiones
estaba ocupada mi
fantasía no hace muchos días, cuando
recibí una carta que, por confirmar mis
ideas sobre el particular y venir tan oportuna a este objeto, de que
pensaba
hacer un artículo de costumbres, quiero trasladar ad
pedem litterae a
mis lectores. Decía así la carta: Señor
Fígaro: Muy
señor mío: A usted, señor
Fígaro,
observador de costumbres, me dirijo con dos objetos. Primero, quejarme
de mi
mala estrella. Segundo, inquirir de su experiencia, pues le imagino a
usted por
sus escritos hombre de esos que han vivido más de lo que les
queda que vivir,
si hay efectivamente de tejas abajo una fatalidad que persigue a los
humanos, y
una desgracia en el mundo que se asemeje a la desgracia mía.
Soy un verdadero
juguete de las circunstancias, cuyo torrente no pude nunca resistir, y
que así
me envolvieron como envuelven los violentos remolinos de una olla al
inexperto
nadador que se arrojó incauto en la pérfida
corriente del caudaloso río. Mi
padre era inglés y rico, señor Fígaro,
pero hallábase aislado en el mundo: era naturalmente metido
en sí, y sólo un
amigo tenía; antojósele a este amigo entrometerse
en una conspiración; confió a
mi padre varios papeles importantes; descubriose la
conspiración y ambos
tuvieron que huir. Vínose mi padre a España,
reducido a oro lo que pudo
realizar de sus cuantiosos bienes; vio una linda gaditana, prendose de
ella,
casose, y antes de los nueve meses murió inconsolable, dando
y tomando siempre
en lo de la conspiración, que hubo de volverle el juicio.
Vea usted aquí, señor
Fígaro, a Eduardo Priestley, humilde servidor de usted, cuyo
destino debía
haber sido sin duda ser inglés, protestante y rico,
español, católico y pobre,
sin que pudiese encontrar más causa de este trastrueque que
las circunstancias.
Ya usted ve que la tomaron conmigo desde pequeñito. Mi madre
era mujer de rara
penetración y de ilustradas ideas. Criome lo mejor que supo,
y en darme toda la
educación que se podía dar entonces en
España consumió el poco caudal que la
dejara mi padre. Lleno yo de entusiasmo por la magistratura, y
aborreciendo la
carrera militar a que querían destinarme, estudié
leyes en la universidad; pero
puedo asegurar a usted que a pesar de eso hubiera salido buen abogado,
pues era
raro mi talento, sobre todo para ese estudio. Probablemente,
señor Fígaro,
después de haber sido gran abogado, hubiera vestido una
toga, hubiera calentado
acaso una silla ministerial, y el Consejo de Castilla me hubiera
recogido al
fin de mis días en su seno, donde hubiera muerto
descansadamente, dejando fama
imperecedera. Las circunstancias, sin embargo, me lo impidieron.
Había un
Napoleón en el mundo, y fue preciso que éste
quisiera ser emperador, y emplear
a sus hermanos en los mejores tronos de Europa, para que yo no fuese ni
buen
abogado ni mal ministro. Yo
tenía sentimientos generosos; mis
compañeros tomaron las armas y dejaron el estudiar nuestras
leyes para defenderlas,
que urgía más. ¿Qué
remedio? Dejé como fray Gerundio los estudios y me
metí a
predicador; es decir, me hice militar en obsequio de la patria. En la
campaña
perdí mi carrera, la paciencia y un ojo; y las
circunstancias me dejaron tuerto
y capitán. Sabe el cielo que para ninguna de estas dos cosas
servía. Yo, señor
Fígaro, era impetuoso y naturalmente inconstante; menos
servía, pues, para
casado, ni nunca pensara en serlo; pero de resultas del bombardeo de
Cádiz
murió mi madre, que, gozando por sus relaciones de familia
de algún favor,
hubiera adelantado mi carrera: otro favor que me hicieron las
circunstancias.
Vime solo en el mundo, y en ocasión en que una linda
aragonesa, hija de un
diputado de las Cortes de Cádiz, recogiéndome y
ocultándome en su casa,
cubierto de heridas, me salvó la vida por una rara
combinación de
circunstancias; caseme de honrado y agradecido, que no de enamorado: es
decir,
que me casaron las circunstancias. En mi segunda carrera debiera haber
llegado
a general según mis servicios, que a otros fajaron
haciéndoselos muy flacos a
la patria; pero era yerno de un diputado: quitáronme las
charreteras,
envolviéronme en la común desgracia, y las
circunstancias me llevaron a Ceuta,
adonde bien sabe Dios que yo no quería ir; allí
hice la vida de presidiario y
de mal casado, que cualquiera de estos dos dogales por sí
solo bastara para
acabar con un hombre. Ya ve usted que yo no tenía la culpa.
¿Quién diablos me
casó? ¿Quién me hizo militar?
¿Quién me dio opiniones? En presidio no se hace
carrera, pero se hace mucho rencor. Sin embargo, salimos de presidio, y
como yo
era hombre de bien contúveme; pretendí, pero como
no anduve por los cafés, ni
peroré, medios que exigían entonces las
circunstancias para prosperar, no sólo
no me emplearon, sino que me cantaron el trágala.
Irriteme; el cielo es
testigo que yo no había nacido para periodista, pero las
circunstancias me
pusieron la pluma en la mano: hice artículos contra aquel
Gobierno, y como
entonces era uno libre para pensar como el que estaba encima,
recogí varias
estocadas de unos cuantos aficionados, que se andaban haciendo motines
por las
calles. Ésta fue la corona de laurel que dieron las
circunstancias a mi carrera
literaria. Escapeme, y fui a reunirme con los de la fe;
dijéronme allí que las
circunstancias no permitían admitir en las filas a un hombre
que había sido
marido de la hija de un diputado de las Cortes de Cádiz, y
no me ahorcaron por
mucho favor. No
pudiendo vivir como realista, fuime a
Francia, donde en calidad de liberal me colocaron en un
depósito, con seis
cuartos al día. Vino por fin la amnistía,
señor Fígaro. ¡Eh! Gracias a una
Reina clemente, ya no hay colores, ya no hay partidos. Ahora me
emplearán, digo
yo para mí; tengo talento, mis luces son conocidas, soy
útil... Pero ¡ay!,
señor Fígaro, ya no tengo madre, ya no tengo
mujer, ya no tengo dinero, ya no
tengo amigos; las circunstancias de mi vida me han impedido adquirir
relaciones. Si llegara a hacerme visible para el Poder, acaso
lograría: sus
intenciones son las mejores del mundo; mas ¿cómo
abrirme paso por entre la nube
de porteros y ujieres que parapetan y defienden la llegada a los
destinos? Las
solicitudes que se presentan solas son papeles mojados. ¡Hay
tantos que piden
por pedir! ¡Hay tantos que niegan por negar! Cien memoriales
he dado, otras
tantas espaldas he visto. «Deje usted; veremos si estas
circunstancias se
fijan», me dicen los unos. «Espere usted
–me responden los otros–; hay tantos
pretendientes en estas circunstancias.» «Pero,
señor –replico yo–, también
es
preciso vivir en estas circunstancias. ¿Y no hay
circunstancias para los que
logran?» Ésta
es, señor Fígaro, mi posición: o yo no
entiendo las circunstancias, o soy el hombre más desdichado
del mundo. El hijo
del inglés, el que debía haber sido rico,
magistrado, literato, general, hombre
ajeno de opiniones, acabará probablemente sus tres carreras
distintas en un
solo hospital verdadero, merced a las circunstancias; al mismo tiempo
que otros
que no nacieron para nada, y que han tenido realmente todas las
opiniones
posibles, anduvieron, andan y andarán siempre levantados en
zancos por esas
mismas circunstancias. De usted, señor Fígaro. Eduardo de Priestley, o el hombre de circunstancias. No
puedo menos de contestar al señor de Priestley que el
daño suyo estuvo, si hemos de hablar vulgarmente, en nacer
desgraciado, mal que
no tiene remedio; si hemos de raciocinar, en traer siempre trocadas las
circunstancias; en no saber que mientras haya hombres la verdadera
circunstancia es intrigar, estar bien emparentado, lucir más
de lo que se
tiene, mentir más de lo que se sabe, calumniar al que no
puede responder,
abusar de la buena fe, escribir en favor, y no en contra del que manda,
tener
una opinión muy marcada, aunque por dentro se desprecien
todas, procurando que
esa opinión que se tenga sea siempre la que haya de vencer,
y vociferarla en
tiempo y lugar oportunos; conocer a los hombres, mirarlos de puertas
adentro
como instrumentos, y tratarlos como amigos; cultivar la amistad de las
bellas
como terreno productivo; casarse a tiempo, y no por honradez, gratitud
ni otras
ilusiones; no enamorarse sino de dientes afuera, y eso de las cosas que
puedan
servir... Pero, santo Dios, gritará un rígido moralista, ¡qué cuadro! ¡Maquiavélicos principios! Fígaro no dice que sean buenos, señor moralista; pero tampoco Fígaro hizo el mundo como es, ni lo ha de enmendar, ni a variar el corazón humano alcanzarán todas las sentencias posibles. Las circunstancias hacen a los hombres hábiles lo que ellos quieren ser, y pueden con los hombres débiles; los hombres fuertes las hacen a su placer, o tomándolas como vienen sábenlas convertir en su provecho. ¿Qué son por consiguiente «las circunstancias»? Lo mismo que la fortuna: palabras vacías de sentido con que trata el hombre de descargar en seres ideales la responsabilidad de sus desatinos; las más veces, nada. Casi siempre el talento es todo. |