AGUSTÍN CELIS SÁNCHEZ

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EJEMPLOS AFRODISÍACOS

El secreto está en la mirada. Si la mirada no fuera fantaseante, si no impusiera su voluntad de convertir todo lo que está a nuestro alrededor en otra cosa, nunca hubiesen existido los afrodisíacos. O mejor aún, nunca los hubiésemos inventado. Porque un afrodisíaco no es sino un invitador venéreo surgido de nuestra necesidad, nuestro capricho o nuestras ganas. Y así como nuestro erotismo es transformista y precisa de un poco de imaginación loca para funcionar, cualquier alimento puede despertar el deseo sexual si estimula nuestra fantasía ya sea por sugestión, asociación o analogía.

Si escarbamos demasiado en el tema nos encontramos con que casi todo puede resultar un incitador, y los libros nos dan ejemplos sobrados para concluir que cualquier alimento ha despertado alguna vez el deseo amoroso de alguien. De todas formas hay algunos que gozan de mayor fama. Así por ejemplo las ostras, de las que se dice que Casanova se desayunaba media docena cada día en sus mejores tiempos y así le fue. También eran muy apreciadas por Paulina Bonaparte, la hermana de Napoleón, que ha quedado para la historia como una mujer de paso ligero, histérica y mimada, aficionada a los hombres negros y a los baños de leche. Pero sin duda alguna la forma de la ostra ha potenciado su prestigio. En realidad todo lo bivalvo simboliza el sexo femenino, desde el mejillón a la vieira, pasando por supuesto por la almeja, tan sexual. Lo que ocurre es que la ostra es así como más exótica y además se come cruda como sabemos todos.

La cuestión está en saber encontrar referencias materiales o culturales. Los crustáceos y moluscos son perfectamente susceptibles de resultar afrodisíacos por aspecto y aroma. Pero también Afrodita, la diosa del amor, surge de un ostión en el cuadro de Boticelli El nacimiento de Venus, como la llamaron los romanos.

 El mejor afrodisíaco es el apetito de un cuerpo honrado lleno de sueños. Parece claro que los efectos de un afrodisíaco se sienten más y mejor si sabemos de antemano que lo que hemos comido era afrodisíaco. Pero si además está condimentado con abundancia de especias picantes que estimulen la pasión amorosa mejor que mejor. El cuerpo reconoce inmediatamente que esa ensalada trufada o ese hígado de liebre con hierbas amargas está cumpliendo con eficacia. Es lo que le ocurría al rey Salomón. El hombre tenía trescientas mujeres y le daba reparo no hacer la visita obligada que le imponía la ronda de turnos, así que para el caso contrataba los servicios de un demonio cocinero llamado Belial, al que solían invocar los ancianos para que les abriese el apetito de cama. La idea viene de lejos. Comúnmente se cree que todo lo que abre un apetito abre también los demás. No ha quedado constancia de que Belial utilizara estragón, muy recomendado para  avivar el hambre, pero para el caso hizo el mismo efecto la abundancia de pimienta verde y la ubre de gacela asada con menta.

Cualquiera que conozca algún romance sabrá que los amantes nunca se van a la cama sin haber comido. Hasta tal punto es así que el romancero utiliza la comida como eufemismo para referirse al acto sexual. De nuevo nuestra imaginación convierte el sexo en otra cosa. La alusión es evidente. En las más famosas orgías nunca faltó la mesa puesta con abundancia de vino y especias. Por eso siempre aparecen repletas las salas de orgías de las películas de romanos. Ni el vino ni las uvas pueden faltar. El homenaje y la alusión a Baco o Dionisos está clara. El placer, la embriaguez, la exaltación de la lujuria, el culto al falo. Las uvas representan como ninguna otra fruta el sentido último de una orgía, la metaforizan. El que come uvas de un plato picotea de distintos ramos como quien disfruta de distintos cuerpos en el calor de la fiesta. La fruta es el pecado.

El poder metaforizante de la sexualidad humana ha recurrido siempre a la fruta para expresar el pecado. La fruta es sospechosa, levanta pasiones. Desde la manzana mordida por Adán hasta el cuerpo de mujer de una pera. La fruta es el peligro, especialmente algunas. El membrillo y la granada por ejemplo. Además de ser las frutas simbólicas de la diosa del amor, aparecen mencionadas como ingredientes imprescindibles en muchos filtros de amor. La granada era también utilizada en oriente en festejos nupciales, como en occidente el arroz, y se asocia con ceremonias de fertilidad. Álvaro Cunqueiro refiere en un libro suyo el divertido caso de un tal Paco el Seguro, follador impenitente y efectivo de amas de cría  en el Madrid de los años veinte. Se dedicaba este hombre de manera profesional a hacerle hijos a las amas con riesgo de quedarse sin leche con que amamantar a los hijos de sus señoras. Un verdadero semental para épocas difíciles. El mismo Cunqueiro nos informa que no ha quedado constancia de la dieta que seguía este individuo admirable, pero advierte que en la ciudad de Viena hubo un caso similar, y que la potencia genérica de este otro ejemplo envidiable se atribuía a los refrescos de granadina a que era aficionado, aunque también abusaba el hombre de las setas, del champán y del caviar ruso.

Para los vikingos el vino no era tan afrodisíaco como la cerveza. Esto lo notaron en las visitas que hicieron a la península allá por el año mil. La cerveza estimulaba a los normandos, grandes bebedores, pero el vino, del que abusaban sin costumbre, tenía en ellos efectos adormecedores. Aún así hay constancia de que peligró la virginidad de muchas gallegas con la arribada de los vikingos a Jacobsland, la tierra de Jacobo, como ellos llamaron a Galicia. Parece que gustaron mucho las carnes blancas de las mozas de la época,  con vino y todo, esos muslos redondos de la ribera del Miño, el goce callandito y tembloroso de las niñas de las cantigas, con el aliento anisado y el gusto vikingo de un suspiro largo. Pero yo nunca he escuchado que la cerveza sea afrodisíaca, aunque a éstos parece que les iba bien. Quizá no fuese la cerveza sino el calvado lo que propiciaba los encuentros, que éste sí es un brandy con poder estimulante, hecho con manzana y originario de la Normandía.  En general los licores vienen bien en estos asuntos. Calientan el estómago y resultan muy digestivos. Fue Enrique IV de Francia el que divulgó los efectos afrodisíacos del coñac, que se empezó a beber por la noche junto con un buen cigarro como preparación de lo que vendría después. Pero es probable que el licor que más estragos ha causado debido a su reputación como estimulante haya sido el ajenjo. Lo tomaban ya los griegos después de salir de las saunas, y era considerado un peligroso incitador si se tenía delante un aceitoso cuerpo atlético. No obstante es sumamente tóxico y se llegó a prohibir a principios del s. XX por los estragos que causó en la intelectualidad parisina y decadente de finales del diecinueve. Paul Verlaine tuvo una peligrosa adicción a esta bebida por considerar que le convocaba a las musas. Es el efecto deshinibidor del alcohol. Pero no conviene  abusar de él, porque el exceso propicia las ganas pero dificulta la acometida. Son especialmente recomendables a cualquier hora los vinos de Oporto y de Jerez, salvo con las comidas, pero sin abusar, el vodka con el caviar y la champaña en cualquier celebración y con las frutas. Para terminar la noche y preparar la cama mejor algo calentito, ya queda dicho que un buen coñac, un Grand Marnier por ejemplo, o incluso una tentación diferente y exótica, un Benedictine o un Amaretto.

Las mujeres siempre han tenido mucho celo a la hora de cuidar a sus hombres por las noches. De ahí tal vez provenga la costumbre de algunas madres de acostar a sus niños con un vasito de leche y un poquito de miel. Nada mejor que esto para una adecuada sexualidad adulta. La miel es el mayor productor de hormonas sexuales debido a su alto contenido en vitaminas B y C. Incluso Hipócrates recomendaba los dulces hechos con miel y leche de burra. En la Edad Media estaba indicado contra la impotencia por recomendación del célebre médico árabe Avicena. Esto debía de saberlo una tal Lady Farrall en la época de Enrique VIII, de quien se dice que untaba los genitales de su marido con miel cada vez que notaba en ellos desmayo o debilidad. Y el siempre imprescindible Cunqueiro nos refiere también el curioso caso de los novios de algunas aldeas de la Sierra de Estrela en Portugal. Dos o tres días antes de la boda y como preparación para la noche nupcial le embadurnan al novio el pene con miel, y hasta se lo vendan para que haga mejor su efecto. Y justo el día del casorio la madre o una hermana mayor son las encargadas de lavarle el miembro con agua de comino, que también hace lo suyo al caso, para que pueda cumplir de manera repetida los varios asaltos que la portuguesa exige el día de su boda como recompensa por la virginidad mantenida y entregada.

Todas estas buenas costumbres se van perdiendo poco a poco. Hay que recurrir a tiempos pasados para encontrar curiosidades venéreas en los libros, a modo de historias o leyendas. Ahora se recurre más a los fármacos para la cura de la impotencia, de la esterilidad o de la inapetencia, frigidez o simple desgana. Sin embargo hay una miniatura medieval que nos da cuenta de que el puerro, quizá debido a su forma, debió de estar indicado en otros tiempos para la cura de la esterilidad o de la desgana, mayormente femenina, donde ejerce mayor influencia como afrodisíaco. Este punto no queda claro en la imagen, en la que vemos a una joven dama acompañada por su aya y una doncella en la consulta de un boticario. El detalle no ofrece dudas al respecto. La dama que señala su dolencia con la mano situada en el bajo vientre, la doncella que la acompaña como confidente y amiga, el aya que se dirige al boticario para la consulta y que se las sabe todas, y el boticario con un enorme, colosal  e incitador puerro en la mano prometiendo solución al mal que la aqueja. Si de la miniatura sacamos una historia la continuación está clara. Llegó el marido impaciente a la casa de servir al rey y encontró a su mujer alegre más cariñosa que nunca. El aya, desde la mirilla de una puerta al fondo, observa la escena  para asegurarse de que es fiable la receta del fiel boticario. El joven matrimonio con la cena ya preparada y  en el centro de la mesa una ensalada de puerros salcochada que comen con gusto y apetito. Ella que empieza a notar los efectos del sabroso remedio y comienza a reír incitadora. A esto que el marido se retuerce el bigote y comprende finalmente la estrategia de su mujer, que se deja llevar al lecho donde tras el primer encuentro exigirá continuación. Nada se sabe de lo que haría la doncella en la habitación contigua con el criado de su señor.

Y qué decir de los filtros de amor. El poeta Lucrecio se volvió loco por culpa de uno de estos bebedizos, y lo mismo dicen que le ocurrió a Calígula, el cruel emperador romano. Muchas hierbas y flores han servido para hacer filtros, y las más eficaces parece que son las recogidas en la noche de San Juan. La mandrágora es potentísima en estos preparados. La nombra incluso la Biblia. En el Génesis Raquel le pide a Lía que le busque mandrágora para curar su esterilidad. Y las caléndulas eran utilizadas en Inglaterra para mantener el amor duradero; las novias la ponían en sus ramos y las casadas las sembraban para corregir los devaneos extraconyugales de sus hombres cuando las lágrimas y las protestas no servían de nada.

Hay demasiadas historias de mesa y cama en los libros como para incluirlas aquí todas. Casi todos los alimentos han podido servir alguna vez para incitar el apetito del hombre y la mujer y para hacer más alegre su deseo de vivir sin que la voluntad titubee. No nos podemos extrañar de que se hayan considerado alguna vez las criadillas de toro como potentes afrodisíacos. El símil está claro. El cuerno de rinoceronte, los pelos del rabo de un lobo, las plumas de los búhos y hasta las ubres de las hienas se han considerado afrodisíacos. La formulación imaginativa del hombre no tiene límites en el ensueño erótico. Todo se puede metaforizar. El sexo del hombre y el de la mujer se puede convertir en literatura en lo que nosotros queramos. Desde la hierba enconada que dejó en estado a la abadesa de los Milagros de nuestra Señora de Berceo hasta las ostras que se comía Casanova.

Y al fin y al cabo parece que el mayor afrodisíaco es la imaginación estimulada de uno sin que tengan que estar reñidos el apetito sexual y el gástrico.


 


            De Historias Curiosas, Agustín Celis Sánchez, Ed. Añil, Madrid, 2001.

© Agustín Celis Sánchez