ROBERT
LOUIS STEVENSON
EL EXTRAÑO
CASO DE DR. JEKYLL Y MR. HYDE
(1886)
(Fragmento final del libro)
(...)
Cuando volví a ser yo en casa de
Lanyon, el horror de mi viejo amigo quizá me
afectó algo: no lo sé; en todo
caso, no fue más que una gota en el mar del aborrecimiento
con el que
contemplaba aquellas horas pasadas. En mí se
había producido un cambio. Ya no
era el miedo al cadalso, era el horror de ser Hyde lo que me
desgarraba. Recibí
en parte la condena de Lanyon como en un sueño; en parte fue
como en un sueño
que regresé a mi propia casa y me metí en la
cama. Dormí tras la postración del
día, con un sueño denso y profundo que ni
siquiera las pesadillas que me
asaltaron constantemente consiguieron interrumpir. Desperté
por la mañana
tembloroso, débil, pero recuperado. Todavía
odiaba y temía el pensamiento del
bruto que dormía dentro de mí y, por supuesto, no
había olvidado los
abrumadores peligros del día anterior; pero estaba de nuevo
en casa, en mi
propia casa y cerca de mis drogas; y la gratitud por haber escapado
brillaba
tan fuerte en mi alma que casi rivalizaba con el brillo de la
esperanza.
Estaba
paseando tranquilamente por el patio
después del desayuno, respirando con placer el aire
frío, cuando se apoderaron
nuevamente de mí aquellas indescriptibles sensaciones que
presagiaban el
cambio; y apenas tuve tiempo de llegar al refugio de mi gabinete antes
de que
estuviera de nuevo ardiendo y helándome con las pasiones de
Hyde. En esta
ocasión necesité una dosis doble para regresar a
mí mismo; y sí, seis horas más
tarde, mientras estaba sentado contemplando tristemente el fuego, los
dolores
regresaron, y tuve que volver a tomar la droga. En pocas palabras, a
partir de
aquel día pareció que sólo un gran
esfuerzo como el de un gimnasta, y sólo bajo
el inmediato estímulo de la droga, era capaz de mantener mi
aspecto de Jekyll.
A cada hora del día y de la noche me veía
afectado por el estremecimiento
premonitorio; sobre todo, si dormía, o incluso si me
adormecía unos instantes
en mi sillón, siempre era Hyde quien se despertaba. Bajo la
tensión de esta
amenaza constante y del insomnio al que ahora me veía
condenado incluso más
allá de lo que había creído posible
para un hombre, me convertí, en mi propia
persona, en una criatura devorada y vaciada por la fiebre,
débil hasta la
languidez tanto en cuerpo como en mente, y obsesionada por un
único
pensamiento: el horror de mi otro yo. Pero cuando dormía o
la virtud de la
droga se esfumaba, saltaba casi sin transición (porque los
dolores de la
transformación eran cada día menos
señalados) a un delirio lleno de imágenes de
terror, un alma ardiendo con odios sin causa, y un cuerpo que
parecía no ser lo
bastante fuerte para contener las ardientes energías de la
vida. Los poderes de
Hde parecían haber crecido con la debilidad de Jekyll. Y
ciertamente el odio
que los dividía ahora era igual a cada lado. Con Jekyll era
una especie de
instinto vital. Ahora había visto la total
deformación de esa criatura que
compartía con él algunos de los
fenómenos de conciencia y que compartiría
también
la muerte; y más allá de esos
vínculos, que constituían en sí mismos
el lado
más agudo de su aflicción, pensaba en Hyde, en
todas las energías de su vida,
como en algo no sólo infernal sino inorgánico.
Esto era lo más impresionante;
que le lodo del pozo parecía emitir gritos y voces, que el
amorfo polvo
gesticulaba y pecaba; que lo que estaba muerto y no tenía
forma usurpaba las
funciones de la vida. Y más aún, que el emergente
horror estaba unido a él más
que una esposa, más que un ojo; yacía enjaulado
en su carne, donde lo oía
murmurar y sentía su debatirse por nacer; y en cada hora de
debilidad, y en la
confianza de su sueño, prevalecía sobre
él y le desposeía de la vida. El odio
de Hyde hacia Jekyll era de un orden distinto. Su terror al cadalso lo
empujaba
constantemente a cometer suicidios temporales y a regresar a su estado
subordinado como una parte en vez de como una persona; pero odiaba esa
necesidad, odiaba aquel abatimiento en el que había
caído Jekyll y se
resentía del desagrado con el que era considerado. De
ahí los trucos simiescos
que me gastaba, garabateando blasfemias de mi puño y letra
en las páginas de
mis libros, quemando las cartas y destruyendo el retrato de mi padre; y
de
hecho, de no ser por su miedo a la muerte, se hubiera lanzado a la
ruina con
tal de implicarme a mí en ella. Pero su amor a la vida es
prodigioso; voy más
lejos aún: yo, que me pongo enfermo y me siento helado con
sólo pensar en él,
cuando recuerdo la abyección y la pasión de su
apego a la vida, y cuando sé cómo
teme mi poder para cortársela con el suicidio, descubro en
lo más hondo de mi
corazón que siento piedad por él.
Es
inútil prolongar esta descripción, y
además se me acaba el tiempo; baste decir que nadie antes ha
sufrido nunca
tales torturas; y sin embargo, incluso a ésas, la costumbre
ha traído, no, no
un alivio, sino una cierta insensibilidad del alma, una cierta
aquiescencia de
la desesperación; y mi castigo puede que se hubiera
prolongado quizá durante
años de no ser por la última calamidad que ha
caído ahora sobre mí y que
finalmente me ha desgajado de mi propio rostro y naturaleza. Mi
provisión de
las sales, que nunca renové desde la fecha del primer
experimento, empieza a
agotarse. He enviado en busca de una nueva provisión, y he
mezclado la pócima;
ha seguido la ebullición y el primer cambio de color, pero
no el segundo; la he
bebido y no ha hecho ningún efecto. Sabrá usted
por Poole cómo he registrado
todo Londres; fue en vano; y ahora estoy persuadido de que mi primera
provisión
era impura, y que fue precisamente esa desconocida impureza la que dio
eficacia
a la pócima.
Ha
transcurrido una semana y estoy
terminando esta declaración bajo la influencia de los
últimos polvos antiguos.
Ésta es, pues, la última vez, a menos que ocurra
un milagro, que Henry Jekyll
puede pensar sus propios pensamientos o ver su propio rostro
(¡ahora
tristemente alterado!) en el espejo. No debo retrasar mucho el poner
punto
final a mi escrito, porque si mi relato ha escapado hasta ahora a la
destrucción, ha sido por una combinación de gran
prudencia y mucha suerte. Si
el cambio se produce en el acto de escribirlo, Hyde lo hará
pedazos; pero si
transcurre un cierto tiempo después de terminarlo, su
asombroso egoísmo y su
obcecación del momento probablemente lo salve de nuevo de la
acción de su
simiesco despecho. Y por supuesto, el destino que se cierne sobre
nosotros ya
lo ha cambiado y aplastado. Dentro de media hora, cuando me
reintegre de
nuevo y para siempre a su odiada personalidad, sé
cómo me sentaré estremecido y
llorando en mi sillón, o seguiré paseando arriba
y abajo por esta estancia (mi
último refugio en la tierra), en un arrebato de
tensión y espanto, prestando
oído a cualquier sonido amenazador.
¿Morirá Hyde en el cadalso? ¿O
hallará el
valor de liberarse de su destino en el último momento?
Sólo Dios lo sabe. A mí
no me importa. Ésta es mi auténtica hora de la
muerte, y lo que siga concierne
a alguien distinto de mí. Así pues, mientras
deposito la pluma y procedo a
sellar mi confesión, pongo también fin a la vida
de ese desdichado Henry
Jekyll.
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